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LOS ESTUDIOS Y LA VOCACIÓN
DE HERMANOS MENORES

por José Rodríguez Carballo, o.f.m.

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Sobre los estudios y la formación intelectual y su relación con la vida-vocación franciscana se han vertido ríos de tinta, no siempre con la serenidad y objetividad necesarias y deseadas. La convivencia en nuestra Orden entre los estudios-formación intelectual y la sencillez-humildad franciscanas lejos de haber sido pacífica a lo largo de nuestra historia, ha sido más bien todo lo contrario. Todavía hoy sufrimos las consecuencias de esa «guerra fratricida» que ha dominado nuestra historia durante siglos (1).

Y es que para unos la opción por los estudios sería una traición al «Poverello» de Asís, al «simple e iletrado» Francisco. Para otros, en cambio, la opción en favor de los estudios y de la formación intelectual no sólo no iría contra nuestra identidad de Hermanos menores, sino que sería una exigencia fundamental de fidelidad a la misión recibida de la Iglesia desde los orígenes: la misión de predicar.

Una mirada retrospectiva a nuestra historia, desde los orígenes hasta nuestros días, y una lectura sin pasión de los textos más significativos al respecto, nos pueden ayudar a reconciliarnos definitivamente con los estudios sin perder nada de la sencillez y humildad que siempre nos caracterizaron y que aún hoy nos llevan a desarrollar nuestra vocación-misión de Hermanos menores entre los pobres y los ricos, entre creyentes y no creyentes, entre «gente sencilla y de baja condición» y gente letrada y «constituida en autoridad».

1. UN POCO DE HISTORIA

1.1 Los orígenes:

«El Señor me dio hermanos...» (Test 14)

Frente a las autoridades de los pueblos, Francisco se presenta como «pequeño y despreciable» (CtaA 1); y Celano nos dice del «Poverello» que era «iletrado, amigo de la simplicidad» (2). Sobre él y sus compañeros es Francisco mismo quien escribe: «Y éramos indoctos (idiotae) y estábamos sometidos a todos» (Test 19). Y en la Regla dice: «Y no se preocupen de hacer estudios los que no los hayan hecho» (RB 10,7).

Francisco ciertamente no tuvo lo que hoy llamaríamos una buena formación clásica. Sólo rudimentariamente aprendió a escribir el latín (3). Por otra parte, teniendo en cuenta la afirmación del Testamento, a la cual hemos hecho referencia anteriormente, parece cierto que entre sus primeros compañeros había algunos en su misma situación, es decir, que no habían recibido una formación intelectual particular.

Pero, al mismo tiempo, desde los inicios el Señor le había regalado a Francisco hermanos bien preparados intelectualmente. Fr. León fue uno de ellos. Poco después, siempre en vida de Francisco, el número de hermanos se había multiplicado. Nunca faltaron hermanos sin una preparación especial, pero tampoco faltaron otros que tenían una buena preparación cultural. Algunos de ellos los conocemos bien. Fr. Cesáreo de Espira, buen conocedor de las Sagradas Escrituras y que ayudó a Francisco en la redacción de la primera Regla. Fr. Tomás de Celano, quien dominaba el latín y a quien debemos la primera biografía de Francisco. Fr. Antonio de Lisboa, bien formado en teología antes de ingresar en la Orden de Hermanos menores y a quien Francisco mismo nombra responsable de la primera escuela de teología de la Orden (cf. CtaAnt 1-2) (4). Fr. Alejandro de Hales, sacerdote diocesano y profesor en la universidad, que diez años después de la muerte de Francisco decidió entrar a formar parte de la Orden franciscana. A estos habría que añadir otros «letrados y nobles» anónimos que se le unieron desde un principio (5).

Pero no solamente desde los orígenes ha habido hermanos que individualmente cultivaron el estudio. Además del ejemplo ya citado de la primera escuela de teología de la Orden, tenemos algunos otros ejemplos dignos de ser citados, pues nos muestran que los estudios entraron muy pronto a formar parte de las «estructuras» de la Orden franciscana. Baste como ejemplo el de Santiago de Compostela. Francisco llegó como peregrino a Santiago en 1214. Según la tradición allí, en el «Campo de la estrella», habría recibido del Señor la revelación de que fundara «conventos». Respondiendo a dicha invitación, allí, en las cercanías del monasterio de benedictinos, dejaría un grupo de hermanos (6). Lo cierto es que en 1222, cuatro años antes de la muerte de San Francisco, en la ciudad del Apóstol Santiago, había ya una escuela de teología con una buena biblioteca, no sólo de teología, sino también de filosofa, con autores eclesiásticos y también musulmanes (7). Hacia 1250 existían en la Orden cerca de 50 estudios teológicos. Con el ingreso en la Orden de maestros ilustres por su ciencia y por la misma presencia de los franciscanos en las ciudades universitarias, se fundan las primeras cátedras universitarias en los conventos franciscanos de París (1236) y Cambridge (1252), y al mismo tiempo se multiplican los Estudios generales de la Orden: Oxford, Bolonia, Padua, Colonia, Tolosa, Florencia, Bari, Nápoles, Praga, etc. (8).

Después de la muerte de Francisco el número de los «letrados» aumentó. A ello contribuyó, sin duda alguna, la participación cada vez mayor de los Hermanos en los ministerios eclesiales de la predicación y de la enseñanza; así como el creciente número de sacerdotes que abrazaban la forma vitae de Francisco (9). En 1240 eran tantos los «letrados», que lograron imponer la obligación de los estudios para todos aquellos que quisieran ordenarse sacerdotes, a fin de que pudieran desempeñar convenientemente el ministerio de la predicación (10). Por otra parte, los hermanos empiezan a ocupar cátedras importantes en las universidades más prestigiosas de la época. Se ponen así los cimientos de lo que más tarde se conocería con el nombre de «Escuela Franciscana» y cuyos máximos exponentes son: San Antonio, San Buenaventura, Roger Bacon, Beato Juan Duns Escoto y Guillermo de Ockham (11).

1.2 Aportación de la Escuela Franciscana
a la "forma vitae" franciscana y a la teología en genera
l:

«Salve reina Sabiduría, el Señor te guarde
con tu hermana la santa pura Sencillez!» (SalVir 1)

Una visión rápida a través de nuestra historia nos ha hecho ver cómo los estudios forman parte de la más genuina tradición franciscana. Las raíces de ésta son tanto espirituales como intelectuales, vivenciales como críticas. Si el simplex et idiota de Asís sentó las bases espirituales y vivenciales de nuestra tradición, Buenaventura, Bacon, Escoto y Ockham, entre otros, pusieron sus bases intelectuales. En este sentido las aportaciones de estos autores a la «forma de vida» franciscana y a la teología son innegables.

En concreto podemos señalar como gran mérito de la tradición intelectual de la Orden, en primer lugar, el haber legitimado y defendido la tradición espiritual de Francisco. En efecto, gracias a ella, siempre fiel a la tradición sapiencial propia de la corriente bíblica y monástica, se legitimó el seguimiento de Cristo pobre y crucificado, y la vida apostólica en pobreza e itinerancia, propia de la Orden de los Hermanos menores, frente a las controversias sobre la sequela creadas en gran parte por el fenómeno de las Ordenes mendicantes, particularmente la fundada por Francisco (12).

Pero la tradición intelectual no sólo legitimó y defendió la tradición espiritual de Francisco en un momento particularmente difícil para ella (función apologética) (13). Los grandes maestros franciscanos no sólo se defendieron, sino que «han ofrecido una aportación específica a la afirmación de Dios en los valores de la vida, del mundo, de la naturaleza y del hombre» (14), logrando que los principios de la tradición espiritual franciscana pasaran a ser principios teológicos bien formulados y bien propuestos.

Entre estos principios teológicos que responden a la vivencia espiritual de Francisco y por tanto forman parte del patrimonio espiritual de la Orden de Hermanos menores, podemos señalar los siguientes:

-- Poner particular énfasis en Dios como amor que se revela en la creación. Con Buenaventura el Dios «misterio», el «Ser» del Antiguo Testamento (cf. Ex 3,14) y de Aristóteles toma un nuevo nombre: el «Dios amor» del Nuevo Testamento (1 Jn 4,8); y la Trinidad ya no aparece como un misterio inaccesible, sino una «comunidad de amor» que se manifiesta en el universo creado. Si la visión espiritual de Francisco de Asís descubrió una relación fraterna del hombre con las criaturas y de estas entre sí (15), con Buenaventura, siguiendo la visión neoplatónica, las cosas creadas (res) son signos (signa), expresión del misterio de lo divino (16).

-- Ver y proponer a Jesucristo como centro del amoroso plan de Dios en la creación. Este es un punto clave de la visión teológico-franciscana de nuestra «Escuela». Nuestros dos grandes maestros, Buenaventura y Escoto, contemplan a Cristo como centro de la creación (17). De este modo Cristo ilumina y da dignidad y valor a todo lo creado (18).

-- Considerar y proponer la teología ante todo como sabiduría que nace de la experiencia, y sólo secundariamente como ciencia. Nuestra Escuela Franciscana es particularmente voluntarista y afectiva.

-- Considerar al individuo dentro de un marco de relaciones que lleva a contemplarlo en relación filial con el Dios amor y, en Cristo Jesús, en relación fraterna y amigable con toda la creación, particularmente con las demás personas (19).

Creo no exagerar si afirmo que una de las razones por las cuales el «movimiento franciscano» se extendió tan rápidamente no sólo entre la gente sencilla sino también entre la gente culta fue ésta: la traducción en enunciados teológicos de las vivencias más profundas de Francisco. Así, la espiritualidad de la sequela, vivida y propuesta por Francisco, entró a formar parte de la «cultura» universitaria de la Edad Media. Por otra parte, el franciscanismo nunca dejó de ser un «movimiento popular», gracias a que nuestra tradición filosófica y teológica supo «encarnar y vivir la espiritualidad de nuestro Padre». De este modo la Escuela Franciscana se convirtió en «expresión de la típica espiritualidad de San Francisco» (20), uniendo la «reina sabiduría» con «la santa pura sencillez».

1.3 Las controversias:

«La letra mata, pero el espíritu vivifica» (Adm 7,1)

La convivencia entre los «simples e idiotas» y los «letrados», entre la «reina Sabiduría» y la «santa y pura Sencillez», fue sin duda una nota característica de la primera fraternidad franciscana, hasta el punto de suscitar admiración. El testimonio de Jacobo de Vitry es sin duda muy significativo a este respecto: «Por su predicación, y también por el ejemplo de su santa vida y de su irreprochable conducta, animan al desprecio del mundo a un gran número de hombres; no sólo a los de clases humildes, sino también a los hidalgos y nobles, los cuales abandonan sus palacios, sus villas... y toman el hábito de los Hermanos menores» (21). Y es que en la primera fraternidad franciscana no había distinción alguna entre aquellos que habían seguido a Francisco, fuesen «letrados» o «ignorantes» (22).

Pero a juzgar por otros testimonios, esta relación de «buena vecindad» no duró mucho. Muy pronto la polémica y las controversias vinieron a romper las buenas relaciones. Al lado de aquellos que veían los estudios como algo necesario para edificarse a sí mismos y edificar a los demás (23), no faltaron quienes, acudiendo a la autoridad del mismo Francisco, atacaron fuertemente los estudios, pues los consideraban como una traición a la primitiva espiritualidad franciscana. Según el entender de estos últimos, los estudios no sólo apartaban a los Hermanos de la «santa simplicidad», sino que además, por el elevado costo de los libros, les alejaba de la «altísima» pobreza que habían prometido observar por la profesión religiosa.

La Leyenda de Perusa y el Espejo de perfección forman parte de los textos más «tempranos», defensores de esta postura contraria a los estudios. Otros muchos textos posteriores, que vieron la luz particularmente en los períodos de las reformas, podrían ser citados. Basten algunos a modo de ejemplo. En 1400, Pedro Villacreces enseñaba a sus discípulos «a aborrecer el estudio de las letras» (24), y justificaba su enseñanza en el hecho de que Francisco mismo «pronunció expresamente y sentenció por inspiración del Espíritu Santo que la ciencia de las artes liberales sería la decadencia y la ruina de toda la santidad de la Orden. Por ello ordenó, declaró y determinó que todos los frailes permaneciesen en la santa simplicidad e ignorancia de aquellos que son llamados indoctos, idiotas y asnos» (25). Se trata, sin duda, de expresiones que no se pueden tomar al pie de la letra. Exagerada hemos de enjuiciar también la actitud de muchos de aquellos «lectores» que, en vísperas de recibir el doctorado o el magisterio en teología, reunidos en capítulo, hicieron solemne juramento de no recibir dichos títulos. Éste es el caso de los casi treinta frailes del convento de Oviedo (España), quienes en 1409 hacen tal juramento (26).

Son momentos de fuerte desconfianza en los estudios y consiguientemente en los que estudiaban. ¿Por qué tal oposición a los estudios en general y en particular a los grados académicos? De los testimonios que nos han llegado, tres parecen ser las causas principales que explicarían posturas que hoy justamente nos parecen, cuando menos, exageradas: los privilegios que llevaban consigo tales grados; el costo económico para conseguirlos y los beneficios que se seguían de ellos; y el acceso a los grados académicos sin la debida preparación.

1.3.1 Los privilegios que llevaban consigo los grados académicos

Obtener el grado de maestro en lógica, filosofía o teología, llevaba consigo una serie de privilegios que atentaban, según muchos, contra la regular observancia. A esto habría que añadir la poca observancia reinante en algunos Estudios de la Orden, como parece era el caso de los de París y Tolosa (27).

En este contexto hemos de recordar la dura crítica que Álvaro Pelagio hace contra los estudiantes franciscanos de gratia o de licencia y contra los que les procuraban los medios para los estudios, en sus Querimoniae presentadas al Concilio de Constanza (1415) (28); o también la crítica contra los estudios que hacen los frailes ultramontanos.

A juzgar por los testimonios de estos últimos, aun cuando parezcan exageradas sus afirmaciones y no falte pasión en ellas, no parece razonable negar el que haya habido abusos. Los casos más llamativos eran los de aquellos frailes que, por razón del grado, eran dispensados de la asistencia al coro y de otros actos de la vida comunitaria, se les permitía tener un compañero que hacía de criado o doméstico, viajar por las Provincias, dirigir Capítulos y frecuentar la Curia, con todo lo que esto podía significar de «vagar» fuera de la obediencia y manipular posibles elecciones y, al mismo tiempo, vivir al margen de la autoridad de sus superiores y de toda disciplina religiosa (29). El «anzuelo» de los privilegios era tan eficaz, que incluso lo que hoy llamaríamos pastoral vocacional se hacía con promesas de estudios, para que en el futuro pudieran llegar a ser obispos o personas importantes en la Iglesia (30).

Extrañamente, tales privilegios eran favorecidos por los mismos Pontífices. Así, por ejemplo, el papa Pío II, en 1460, concede permiso a Fr. Ángel de Scarampis para que acepte un beneficio eclesiástico propio de los clérigos seculares, de modo que pueda estudiar teología o derecho canónico, incluso sin el permiso de su Ministro provincial (31). El mismo papa, dos años después, concederá a Fr. Pedro Mili y a cuatro compañeros más el poder conseguir los medios necesarios para la adquisición de libros, sin permiso alguno de sus superiores (32).

Ante tales privilegios y abusos, que hacían de algunos frailes hombres orgullosos y creídos que llegaban incluso a despreciar a los hermanos sencillos e iletrados, nada extraño que algunos otros reaccionaran violentamente contra aquéllos y contra los privilegios de los que se beneficiaban ya que, según ellos, eran la causa de que en la Orden desapareciera la sencillez, la humildad y la observancia regular. Nada extraño, tampoco, que los frailes ultramontanos consiguieran que el Concilio de Constanza, en 1415, prohibiese a los Observantes el procurarse dichos privilegios, causa, según ellos, de tal relajación disciplinar (33).

1.3.2 El costo económico para conseguir los grados académicos

El conseguimiento de los grados llevaba consigo la paga de importantes sumas de dinero. Esto no sólo hacía que unos se considerasen más capaces que otros por tener más dinero (34), sino también que otros, intelectualmente más valiosos, quedasen excluidos por no tenerlo. Esta discriminación motiva la petición que Juan de Santiago, maestro de teología y embajador del Rey de Castilla en el Concilio de Constancia, hace al papa para poder conferir el grado de maestro de teología a los frailes que, terminados sus estudios en Salamanca, Toledo y Palencia, no hubieran conseguido dicho título a causa de su pobreza (35). Este mismo motivo creemos que es el que está a la base de la prohibición que las Constituciones Martinianas hacen a prelados o maestros de recibir tasas de parte de los frailes para obtener cualquier grado, bajo pena de ser privados del grado, tanto el que pagase como el que exigiese la paga (36).

Los mismos papas eran conscientes de tal discriminación, por lo que Martín V ordena a Fr. Andrés de Prado, profesor de la Universidad de la Curia Romana, el que confiera la dignidad de maestro a Fr. Rodorico de Ames, quien no podía pagar las tasas que la Universidad de Tolosa exigía para obtener tal título (37).

Por otra parte, una vez obtenidos tales grados, los beneficios que se seguían eran tan importantes que incluso se recurría judicialmente al Papa para recuperarlos una vez perdidos. Este es el caso de Pedro de Caloca (38).

Tales abusos no sólo iban contra la ley del trabajo, que por su profesión obligaba a todo fraile (cf. RnB 7,3ss; RB 5; Test 20), pues muchos una vez obtenido el grado académico no se dedicaban a la enseñanza (39), sino que también iba contra la pobreza, que habían profesado y que es uno de los pilares de la espiritualidad franciscana (cf. RnB 8; RB 4). Todo esto, sin duda, provocaría reacciones contrarias que, por salvar el voto de pobreza, llevarían a la renuncia de los grados académicos.

1.3.3 Acceso a los grados académicos sin la debida preparación

Esta era una praxis más habitual de lo normal. La situación en la Iglesia era grave pues, como testifica algún obispo, «muchos ignorantes e idiotas» eran fácilmente promovidos por «bulas apostólicas», al doctorado en derecho canónico, artes y teología (40). Entre los franciscanos la situación no era mejor, hasta tal punto que tiene que intervenir el Ministro general, Fr. Ángel de Siena, pidiendo al Papa Martín V la facultad de convocar a todos los frailes que habían obtenido grados académicos en los últimos dos años, para hacerles un severo examen y suspender a aquellos que no hubiesen hecho cuatro años de teología y los demás requisitos (41).

Estos abusos provocaron fuertes reacciones, gracias a las cuales el Papa Martín V ordenó que sólo fueran admitidos a la lectura de las Sentencias en la Orden, para conseguir el magisterio en Teología, aquellos que hubiesen sido presentados por el Capítulo provincial (42); lamentando profundamente el que algunos frailes deseen acceder a los grados sin la debida preparación (43).

1.3.4 Hacia una solución

«Me agrada que enseñes la sagrada teología a los hermanos, a condición de que, por razón de este estudio, no apagues el espíritu de la oración y devoción» (CtaAnt 2).

El mal no estaba en los estudios. El mal estaba, como ya dijimos, en los privilegios que algunos pretendían adquirir a causa de los estudios, el elevado costo de los grados y la falta de preparación de muchos que accedían a ellos. El remedio no estaba, por tanto, en combatir los estudios, sino los abusos. Fue lo que hizo el General de la Orden Fr. Egidio Delfini, el cual, además de poner al frente del Estudio de París a los Observantes Coletinos, eliminó toda clase de privilegios o gratiae magistrales (44).

Poco a poco la idea de la necesidad de los estudios se va abriendo camino, y la Orden, consciente de la importancia que el estudio tiene en la formación de los predicadores y de los confesores para poder ejercer su deber «sine errore ad Dei gloriam et animarum salutem», con la ayuda de los Capítulos generales y provinciales (45), insiste en que cada Provincia tenga conventos dedicados al estudio, donde haya hermanos capaces de enseñar y de aprender (46).

Muchos son los nombres que podríamos citar como grandes promotores y organizadores de los estudios en la Orden. Ya hemos citado a los grandes maestros de la Escuela Franciscana. Ahora podríamos añadir a aquella lista los nombres de San Bernardino de Siena y San Juan de Capistrano. Este último, en su circular De studio promovendo, afirma que «quien desprecia la ciencia peca contra naturam y es reo de blasfemia contra el Espíritu Santo... La intención de Nuestro Santísimo Señor Eugenio IV y mía, por su mandato, es la de que los hermanos idóneos se ocupen en el estudio. Si no lo hiciereis, exonero mi conciencia de toda responsabilidad y hago responsable a la vuestra» (47). Otros dos grandes impulsores de los estudios en la Orden fueron los compostelanos Fr. Lucas Waddingo (irlandés de nacimiento) y Francisco Díaz de San Buenaventura. Gracias a este último los frailes pudieron volver a la prestigiosa universidad de Salamanca, después de vencer muchas dificultades por parte de la Orden y de otros religiosos ajenos a ella (48). Ya más cercanos a nosotros hemos de citar a Fr. Bernardino de Portogruaro (49), Agustín Gemelli, Carlos Balic, Gabriel Alegra, Kajetan Esser, Belarmino Bagatti. Todos ellos han sabido unir la virtud con la ciencia.


2. LOS ESTUDIOS EN LA ORDEN HOY

2.1 Diagnóstico sobre la situación de la formación
intelectual y los estudios en la Orden hoy:

«Comencemos hermanos...» (1 Cel 103)

El contexto cultural del mundo contemporáneo, los documentos de la Iglesia y de nuestra Orden nos orientan hacia una seria reflexión sobre la importancia de la formación intelectual y los estudios, en el amplio contexto de nuestra vida de Hermanos menores.

La Ratio Formationis Franciscanae, exigiendo una formación doctrinal de base para todos los Hermanos (50), demuestra cuánto la Orden quiere promocionar los estudios y la formación intelectual, como parte de un proyecto más amplio de renovación a todos los niveles, pues «se sabe que los períodos más florecientes de nuestra historia son aquellos en los cuales se le ha dado un mayor crédito efectivo a los estudios» (51).

En este esfuerzo de darle a la formación intelectual y a los estudios el lugar que les corresponde en la vida de la Orden y de nuestras Entidades, además del gran trabajo que muchas Entidades están llevando a cabo por asegurar a sus miembros una buena formación intelectual, podemos ya constatar algunas hermosas realidades en el ámbito de la Orden: renovación del Pontificio Ateneo Antonianum, Grottaferrata, Studium Biblicum de Jerusalén, Comisión Escotista, y la creación de nuevos Centros de Estudio en diversas Entidades (52).

Sin embargo, es innegable que a raíz del Vaticano II, con la creciente disminución de vocaciones y la «tentación» de una pastoral fácil e inmediata, los estudios, la investigación y la preparación de nuevos profesores han sufrido y no poco (53). Escasa es, de hecho, la atención prestada a la investigación en todos los sectores, incluso el teológico; escasa es también la importancia que se le da a la misión específica de los profesores e investigadores y a sus exigencias profesionales. Fruto de ello es la penuria de educadores y profesores en toda la Orden (54). El hecho mismo que hayan disminuido considerablemente los Centros de estudio propios de la Orden ha llevado a una progresiva pérdida de la auténtica tradición franciscana; y, como consecuencia, también a una pérdida de la fisonomía espiritual y cultural de nuestra Fraternidad. La situación se hace todavía más grave, si se tiene en cuenta que, a veces, el conocimiento de los maestros franciscanos es escaso en nuestros propios Centros de estudios y que falta una «ética franciscana» del estudio.

Estas simples constataciones hacen acertado el diagnóstico de Fr. Hermann Schalück en su Informe al Capítulo general de Asís, de 1997. «El progresivo envejecimiento de la Orden -decía el entonces Ministro general- y la creciente necesidad de personal, conduce a diversas Provincias a poner inmediatamente a los jóvenes hermanos en distintas actividades, creando así la convicción de que los estudios tienen su punto focal en la utilidad pastoral. Esta orientación tendrá, sin embargo, con el tiempo efectos negativos, porque mina en la base la razón de los estudios que reside, en cambio, en el crecimiento humano, en el amor y en la profundización de las motivaciones de fe, en el servicio a la causa del Evangelio. Así mismo determina una disminución del nivel y de la calidad de los estudios, del interés por intereses científicos que no sean sólo filosóficos o teológicos y, además, una escasa consideración por la investigación científica, la misión de los profesores y de sus exigencias profesionales» (55).

Mientras hemos alcanzado suficiente claridad, al menos en cuanto a los principios, sobre la idea de la formación franciscana, largo es el camino que nos queda por recorrer en relación con los estudios. En muchos casos los estudios son considerados no sólo únicamente en función de la utilidad pastoral, sino, lo que es peor todavía, como un medio de promoción social, dentro y fuera de la Orden. En otros casos, llevados de una falsa idea de igualdad, para que nadie se sienta acomplejado, estamos bajando mucho el nivel de exigencias, con lo cual no sólo han perdido en calidad la formación intelectual y los estudios, sino que tampoco se valoran suficientemente los dones que cada uno ha recibido.

Si queremos una renovación profunda en cuanto a la formación intelectual y los estudios en la Orden, es necesario que entremos en el orden de ideas de que los estudios van considerados de lleno dentro del carisma franciscano, y no sólo como una añadidura necesaria. Es necesario ver los estudios no sólo en función de los ministerios ordenados o de un trabajo profesional, sino como un camino de madurez humana, cristiana y franciscana, y como un servicio a la fraternidad, a la Iglesia y al mundo. La futura Ratio Studiorum deberá tener en cuenta, sin duda alguna, estos aspectos.

2.2 Los estudios y la evangelización

La Orden de Hermanos menores ha recibido, desde sus orígenes, el mandato de paenitentia praedicanda: «Id con Dios, hermanos, y, como él se digne inspiraros, predicad a los hombres la paz y la penitencia» (56). Este mandato de Inocencio III a Francisco y a sus primeros compañeros, en el momento de la aprobación del Propositum vitae en 1209, es, sin duda alguna, la interpretación autorizada por parte de la Iglesia de las palabras del Cristo de San Damián a Francisco en torno al año 1206: «Ve, Francisco, y repara mi casa que, como ves, amenaza ruina» (57).

Francisco acogió con gozo y prontitud este mandato. Se puso en camino, recorriendo pueblos y ciudades (58), para anunciar la «paz y la penitencia», conforme al mandato recibido del «señor papa», y de este modo «reparar» la Iglesia, de acuerdo con la invitación que recibió del Cristo de San Damián. Pero al mismo tiempo funda una fraternidad pobre (cf. RB 4), itinerante (59) y de predicadores (cf. RB 3) al servicio del Evangelio: «Id, de dos en dos, por toda la tierra, anunciando a los hombres la paz y la penitencia en remisión de los pecados» (60). De este modo, la Orden de Hermanos menores, tanto en la mente de la Iglesia como en la mente de Francisco tiene «su razón de ser» en la misión evangelizadora (61). Así prolonga la misión del Hijo y comparte la que el Hijo confió a toda la Iglesia (62).

Los hermanos así lo entendieron. Obedientes al mandato del papa y a la voluntad de Francisco, los frailes van por el mundo «iluminando a muchos hombres con la ciencia de la verdad e inflamando su corazón con el fervor de la caridad» (63), apareciendo ante sus contemporáneos como «hombres apostólicos» (64), tanto por el estilo de vida -«peregrinos y forasteros» (RB 6,2), «pacíficos y humildes» (RB 3,22) y «sin propio» (RB 1,1; 6,1)- como por el ministerio principal, el de la predicación, al que están dedicados ex sua professione o ex ratione status sui (65).

Pero Francisco, al mismo tiempo que funda una «Fraternidad evangelizadora» y envía a sus Hermanos a predicar a los fieles (cf. RB 9) y a los infieles (cf. RB 12), les pide que sus palabras sean «ponderadas y castas, para utilidad y edificación del pueblo» (RB 9,3); es decir «acrisoladas en el estudio y la meditación, y rectas» (66).

La alta consideración que Francisco tiene de la predicación, le lleva a considerarla con los mismos requisitos que la palabra de Dios (67). Y sus objetivos, «utilidad y edificación del pueblo», fueron lo que llevó inmediatamente a la Orden a sentir la necesidad del estudio, unido a la oración (68). Esta misma finalidad fue la que llevó a Francisco a fundar la primera escuela teológica de la Orden (69). Asegurar a sus Hermanos una buena preparación para que desempeñaran el munus de la predicación de manera útil y constructiva era, sin duda, una preocupación para Francisco. Esto sólo se podía garantizar, como ya dijimos, a través de la meditación y del estudio.

Así lo pensaron también San Buenaventura y Nicolás III. Tanto el uno como el otro deducen la exigencia de los estudios del capítulo IX de la Regla: «Es evidente -dice el Doctor Seráfico- que los frailes, según la intención de San Francisco, deben estudiar, porque sin estudio no pueden examinar las palabras del modo debido» (70). Y Nicolás III, explicando el mismo capítulo de la Regla, afirma que los estudios son una necesidad para que sus palabras sean «examinata et casta», y prosigue: «Pero es cosa cierta que esto supone ciencia, la ciencia requiere estudio, y el ejercicio del estudio no puede tenerse convenientemente sin el uso de los libros» (71). Del fin (predicación) se deducen los medios (estudios-libros). Nada extraño, pues, que ya desde los orígenes «la Orden haya comprendido que, sin el estudio y la debida ciencia, no puede lograr su fin de evangelizar a los fieles y a los infieles, a los pobres y a los ricos, y que la ciencia unida a la santidad de vida es un medio necesario para la realización de la misión que ella misma ha recibido de la Iglesia» (72). «La santidad de vida y la ciencia» son «los dos muros» sobre los cuales «debe ser construido el edificio de la Orden» (73).

El mandato de predicar-evangelizar sigue siendo hoy nuestro munus, nuestra tarea y «razón de ser». Así nos lo recordó el Papa dirigiéndose al Capítulo general de San Diego: «Yo, a mi vez, recojo hoy este envío a la misión [se refiere al envío de Inocencio III] y os lo repito. En efecto, del mismo modo que la existencia de vuestra Orden se debe a ese primer envío, así también hoy la misión que recibe de la Iglesia, en la persona del sucesor de Pedro, le da su razón de ser» (74). El Capítulo, por su parte, acogió este nuevo mandato y lo propone a toda la Orden como uno de sus elementos esenciales (75). Se trata de un mandato «viejo» y «nuevo» a la vez. Es el que la Orden recibió desde un principio, pero, sin embargo, se trata de un envío «nuevo en su ardor, en sus métodos y en su expresión» (76).

Esta «novedad» comporta conocer las situaciones concretas en las que vive el hombre actual y la apertura a la acción del Espíritu. Comporta «tener el Espíritu del Señor y su santa operación» (RB 10,8); es decir, «situarse ante la presencia de Dios y observar con atención lo que él nos trasmite aquí y ahora» (77). Comporta, en fin, estar profundamente enraizados en Dios y en el corazón de la historia (78).

Pero la evolución de la historia es «continua y rápida» (79). Tan rápida que si uno no quiere «perder el ritmo de la historia» y particularmente «si uno quiere situarse como actor en su época y en su medio... a través del ejercicio de un oficio o una actividad cualificada en la sociedad, en la Iglesia y en la Orden» (80), necesita de una «sólida formación intelectual», cuando menos «no inferior a la de sus coetáneos» (81). El mismo Capítulo de Medellín pedirá que «los estudios de filosofía y de las ciencias afines se lleven a cabo de tal manera que los candidatos perfeccionen su formación humana, agudizando su sentido crítico intelectual y adquiriendo un conocimiento más profundo de la cultura antigua y moderna. De este modo -dice el Capítulo- se prepararan para el ministerio apostólico» y para «mejor conducir al pueblo de Dios a la fuente misma de la gracia divina» (82).

La participación en la nueva evangelización y las exigencias del mundo de hoy (83) nos están pidiendo el que resituemos y recreemos constantemente nuestra identidad de Hermanos menores (84); y al mismo tiempo que resituemos y recreemos la formación y los estudios (85). Es cuanto el papa nos recordaba en el citado Mensaje al Capítulo general del 91: «El mandato de paenitentia praedicanda exige una preparación intelectual seria, desde el punto de vista de las ciencias humanas y sagradas. También la nueva evangelización... Que la predicación de los frailes sea examinata et casta quiere decir que sea afinada en el estudio, recta y sin mistificaciones» (86). Y es que la evangelización no se hace «a base de eslóganes, ideologías efímeras u opiniones discutibles». La evangelización «exige una inversión intelectual continua y profunda, austera, sin duda...». La evangelización exige estudiar: «La formación intelectual es exigencia fundamental de la evangelización» (87).

En este contexto hay que situar algunas afirmaciones de los últimos Ministros generales. Hablando de los estudios en relación con la formación, Fr. John Vaughn afirmaba en 1987: «Si está abierta a su dimensión intelectual, esa formación (la del Hermano menor) responderá con seguridad a las exigencias de un testimonio evangélico y de evangelización que se advierte en los hombres de nuestro tiempo, contribuyendo a formar frailes para hoy, capaces de leer, acoger y vivir con serenidad e inteligencia los valores cristianos de la cultura actual» (88). Pero el citado Ministro no sólo habla de los estudios como una exigencia para formar frailes para hoy, sino que sitúa los estudios dentro de las exigencias de una formación franciscana «integral» y por tanto abierta al desarrollo de las dotes intelectuales de los Hermanos (89). De este modo a los estudios se les asigna claramente una dimensión formativa que lleva al Hermano menor a la madurez personal, a consolidar los fundamentos de la propia fe, a «acoger y vivir» los valores cristianos de la cultura actual y, como consecuencia, a un mayor servicio a los demás. Los estudios ayudan a «responder con seguridad a las exigencias de un testimonio evangélico» (90). En este sentido podemos decir, con Fr. Hermann Schalück, que los estudios, si se basan «debidamente sobre los valores franciscanos», al mismo tiempo que permiten al Hermano menor un trabajo apostólico más fructífero, pues «le capacitan para ser testigo y anunciador eficaz de la palabra de Dios y para colaborar al servicio de la Iglesia y la construcción del Reino de Dios» (91), le pueden ayudar a madurar humana e intelectualmente» (92). Será de esta forma como los frailes podrán «ser más útiles a la edificación del Reino de Dios» (93).

Todo lo dicho nos lleva a tomar buena nota de la recomendación del Capítulo de Medellín de dar a todos los Hermanos la oportunidad para que, «de acuerdo a sus aptitudes e inclinaciones», adquieran una conveniente formación intelectual y técnica (94). Muy particularmente hemos de escuchar la llamada de Juan Pablo II a fundamentar nuestra evangelización en la santidad y la formación intelectual, conforme a nuestra tradición (95).

En un mundo como el nuestro, donde cualquier trabajo exige una particular preparación y muchos otros una especialización, los franciscanos estamos llamados, «hoy más que nunca», a «promover en nuestra Orden la formación intelectual... Este esfuerzo de promoción es necesario tanto en las ciencias teológicas como en las filosóficas y humanas, que nos ayudan a descubrir las palabras del Señor, que son espíritu y vida (Test 13), y nos permiten comprender la problemática del hombre contemporáneo» (96).

Sólo con una formación intelectual sólida y una vida evangélica según la «forma de vida» de Francisco podremos «responder, de manera adecuada y cualificada, a las necesidades de nuestro tiempo»; y podremos, igualmente, «cumplir con nuestra misión específica en el mundo» (97), como «servidores cualificados» (98). Sólo con una buena preparación intelectual, unida a la vivencia de los valores esenciales de nuestro carisma, podremos ser fieles a nuestro munus de «evangelizar a los fieles e infieles, a los ricos y a los pobres» (99).

Hago plenamente mías las acertadas palabras de Fr. Hermann Schalück: «La presunción, la superficialidad, la indiferencia por las ciencias humanas y sagradas han de considerarse una ofensa al don de la vida, al hombre y a la Verdad. Con tales disposiciones no existe calidad de servicio, ni siquiera calidad de testimonio y de vida. Considero que el presentarse a servir una causa noble, como el Evangelio y el hombre, sin la debida preparación o sin capacidad de diálogo o de lectura de los signos de los tiempos, es un abuso y una falta de respeto. Por tanto, creo que el dedicarse al estudio es un deber fundamental de todos los hermanos, cada uno según sus propios dones» (100).

De lo dicho anteriormente aparece clara la estrecha relación que existe entre estudios y evangelización. Una relación que ciertamente no es exclusiva de la reflexión llevada a cabo por los franciscanos a lo largo de estos ocho siglos que nos separan de Francisco. La relación entre estudios y evangelización ha de ser igualmente estrecha para todos aquellos que desempeñan cualquier actividad pastoral en la sociedad actual. En efecto, tal como recuerda Juan Pablo II en Pastores dabo vobis, todos aquellos que «para la salvación de los hermanos y hermanas deben buscar un profundo conocimiento de los misterios divinos, deben tener especial cuidado de la formación intelectual», sobre todo cuando ese ministerio se desarrolla en «la actual situación» marcada por la indiferencia religiosa, la desconfianza en la posibilidad de alcanzar la verdad objetiva y universal, y el pluralismo, tanto en el campo social como eclesial. En una situación así es necesaria una «excelente» y «seria» formación intelectual (101).

Pero a este punto es necesario afirmar que si bien la necesidad de los estudios se ha justificado principalmente a causa del «de paenitentia praedicanda» o de la evangelización, ésta no puede verse como una actividad al margen de la vocación y formación del Hermano menor. Sería concebirla como un simple trabajo profesional, que no respondería ciertamente a la naturaleza de la evangelización como «razón de ser» de la forma de vida franciscana. La evangelización no es una tarea más, sino que forma un todo con la vocación-formación franciscana. Evangelizar no es, simplemente, realizar una serie de actividades pastorales, sino que es, ante todo y sobre todo, el modo de ser, de vivir nuestra forma de vida, es el modo de seguir a Jesucristo pobre y crucificado. Es «siendo» y «viviendo» nuestra vocación como realizamos nuestro munus, nuestra misión en la Iglesia y en el mundo, para la cual nos formamos durante toda la vida.

A la luz de lo dicho es necesario concluir afirmando que los estudios son «una exigencia requerida por la misión específica de la Orden, más que por simples urgencias externas» (102); y, por este motivo, los estudios no sólo no son «un componente exterior o secundario» a nuestro carisma, sino que tampoco lo son a «nuestro crecimiento humano, cristiano, espiritual y vocacional» (103). Los estudios y la formación intelectual, por apuntar a la vida, garantizan el crecimiento en la madurez intelectual y espiritual de la persona. Como afirma el actual Ministro general, Fr. Giacomo Bini, «los estudios hechos con seriedad y profundidad son un elemento constitutivo de la sequela, expresión de obediencia, de radicalidad y de fidelidad. Podemos decir que constituyen una condición para una vocación religiosa profética: nos ayudan a encontrar nuestro lugar, con seriedad, como peregrinos hacia el Reino» (104). En este sentido los estudios y la formación intelectual, dentro de las posibilidades de cada uno, son necesarios para todo Hermano menor, clérigo o laico.

2.3 Ética franciscana del estudio

Como ya hemos señalado en la primera parte de nuestro trabajo, desde los orígenes de nuestra Orden ha habido una cierta tensión entre ciencia y vida, entre doctrina y santidad. No faltaron hermanos que, por miedo a que el estudio insensibilizara el corazón y el espíritu, se opusieron totalmente a él. Tampoco faltaron otros que veían en los estudios un medio para alcanzar privilegios dentro y fuera de la Orden. A Dios gracias, sin embargo, tampoco faltaron otros que fueron maestros en ciencia y al mismo tiempo maestros en santidad.

En el umbral del tercer milenio, la Orden necesita reconciliarse definitivamente con la formación intelectual y los estudios. Ni éstos ni aquélla pueden ser privilegio u opción de unos pocos. Los Hermanos menores podemos y debemos ofrecer hoy, a través del estudio, una importante aportación intelectual y una presencia de vida evangélica en el mundo y en la Iglesia. Para ello, sin embargo, la formación intelectual ha de realizarse teniendo en cuenta una determinada «ética» o, si se prefiere, teniendo en cuenta las opciones claves de la vida franciscana.

Esto exige, en primer lugar, que la formación intelectual y los estudios estén animados por el espíritu evangélico de vivir y explicitar la vocación de los Hermanos menores. Y puesto que esta vida consiste en «observar el santo Evangelio» (RB 1,1), tanto los estudios como la formación intelectual deben estar al servicio del Evangelio: «Para los Hermanos menores los estudios son compromiso y aplicación (studium) al servicio de la causa del Evangelio» (105). Pero dado que el Evangelio es servicio al hombre, también los estudios han de ponerse al servicio de los hombres. Los estudios no pueden, pues, ser concebidos como medio para alcanzar privilegios o poder sobre los otros. También en este campo es válido cuanto afirma el Evangelio: «El que quiera ser el primero entre vosotros sea vuestro servidor». Para un franciscano, los estudios y los «grados» académicos no pueden hacerse ni adquirirse «para ser tenidos por más sabios entre los otros...» (Adm 7,2), sino que han de ir de la mano con la caridad (cf. Adm 27) y la sencillez (cf. SalVir 1).

Pero para los hermanos la forma de vida evangélica se concretiza en cuatro opciones claves: espíritu de oración y devoción, vida en comunión fraterna, vida en minoridad y pobreza, y evangelización (106); por este motivo tanto la formación intelectual como los estudios se han de poner al servicio de las opciones fundamentales de la forma de vida franciscana. Sólo así serán un apoyo necesario a la formación del Hermano menor y jugarán un papel importantísimo e insustituible en la profundización de nuestro carisma y en su encarnación en el mundo actual. En este sentido me parece importante poner los estudios en relación con las «prioridades» de nuestra vida, subrayando cuanto sigue:

-- El espíritu de oración y devoción debe animar el estilo de vida del Hermano menor y determinar sus actividades. Los hermanos, mientras se preparan convenientemente, a través del estudio y de la formación intelectual, a dar razón de su esperanza (cf. 1 P 5,15), deben asumir, como tarea cotidiana, el situar el estudio en el vigor espiritual de san Francisco para quien el estudio no debe apagar «el espíritu de oración y devoción» (CtaAnt 2). La oración, entendida como encuentro con Dios, es origen, fuente y energía de todo conocimiento; por eso deberá considerarse como un momento central en la vida de los hermanos que han recibido la gracia de estudiar.

Por otra parte, la sabiduría franciscana está íntimamente unida a la Palabra de Dios, que es presencia velada de Cristo, Verbo divino. Las Escrituras son el espejo en el que el Hermano menor puede confrontarse con Cristo (107) y, de este modo, configurar su inteligencia, su voluntad y sus sentimientos con los sentimientos del Hijo (cf. Fil 2,5). El Hermano menor, durante el tiempo de su formación intelectual y los años dedicados particularmente a los estudios, no cesa de frecuentar la Escuela de la Palabra de Dios para llegar a descubrir al que es «camino, verdad y vida» (Jn 6,42). El estudio favorecerá, entonces, un proceso de crecimiento en el conocimiento y en el amor de Cristo. Esto hará que Dios no aparezca como algo lejano sobre lo cual se puede discutir, ni como objeto de la contemplación personal, sino como una persona con la cual se puede entablar un diálogo de amor (108).

El estudio se convierte, de este modo, en entusiasmo crítico de la fe (109). Un entusiasmo que viene de la fe y lleva a la fe, y cuya medida la da la vida espiritual. El estudio es, en efecto, una «inversión sostenida y animada por la fe, y que conduce a un progreso en la fe: "Ex fide in fidem" (Rm 1,17). En efecto, una fe auténtica busca la inteligencia de los misterios, y un ejercicio sano de la inteligencia saca amplio provecho de las luces de la fe» (110). Una fe que no busca su propia comprensión no es una fe adulta. No es una fe enteramente acogida, pensada, fielmente vivida. El Hermano menor, fiel a la prioridad en su vida del espíritu de oración y devoción, con «el corazón vuelto constantemente al Señor», encuentra la razón última del estudio en la dinámica misma del amor, según la cual el amado y el amante no dejan ni se cansan de interrogarse: «Enséñame a buscarte y muéstrate a quien te busca, porque no puedo buscarte, si tú no me lo enseñas, ni puedo encontrarte si tú no te muestras. Que yo te busque deseándote y te desee buscándote. Que yo te encuentre amándote y te ame buscándote» (111). El estudio, incluso de las ciencias humanas, conduce así «al paso, tan necesario como urgente, del fenómeno al fundamento» (112).

-- La fraternidad es un elemento constitutivo de la vida franciscana. En la Orden de Hermanos Menores el estudio y la formación intelectual no sólo se han de realizar, ordinariamente, en el contexto de la vida de fraternidad, de forma que la vida en comunión fraterna sea fuente de sabiduría, sino que han de ser considerados también como un servicio a los Hermanos y Hermanas. Su fruto es la construcción de la fraternidad. En este contexto hemos de subrayar que estudiar es entrar en diálogo con los otros en la búsqueda de esa verdad que nos hará libres (cf. Jn 8,4) o, en palabras de San Alberto Magno, buscar juntos la verdad: «In dulcedine societatis quaerens veritatem» (113). El estudioso franciscano no sólo se abre a la cooperación, gracias a la cual es posible convertirse recíprocamente y alternativamente en discípulos y maestros, sino que entra en diálogo confiado y en amistad sincera con los demás hermanos, confrontando y compartiendo ideas (114). El estudioso franciscano sabe ser solidario y solitario a la vez, hombre del intercambio. La solidaridad está constituida por la larga cadena de hermanos que se suceden a lo largo de las generaciones y siglos en un mismo dossier que retoma el estudioso de turno donde el anterior hubo de abandonarlo, sin tener nunca la pretensión de pronunciar la última palabra, y consciente, antes bien, de que su máxima aspiración es la de convertirse él mismo en una pieza más de ese mosaico, que solamente en el conjunto encuentra su pleno significado. La soledad la constituyen las muchas horas pasadas en el silencio de las bibliotecas, ante la resistencia opaca de las fuentes, ante el vértigo de la escritura, ante la propia angustia. El intercambio es el momento cumbre del verdadero estudioso. Los resultados, nacidos y madurados en el silencio, tienden a ser compartidos, discutidos. Es entonces cuando el que más da, más recibe.

-- La vida en minoridad y pobreza es nuestra vocación específica. Para el Hermano menor la formación intelectual y los estudios han de realizarse en actitud de minoridad y pobreza. El verdadero estudio, entendido y vivido como búsqueda de la verdad (115), como una especie de «consagración» a ella (116), es decir, como «una especie de veneración por la verdad» (117), hace que los hermanos se sientan verdaderos «mendicantes» e «itinerantes», necesitados de la sabiduría y en constante búsqueda de la verdad. En esta actitud receptiva y acogedora, «diaconía de la verdad», los hermanos abren sus mentes y su corazón para recibir de Dios los dones de la sabiduría y de la verdad, y entregarlos a los demás. La actividad intelectual consiste, para el Hermano menor, en un doble ejercicio de desprendimiento. Desprendimiento en el momento de recibir. El hermano menor «suspende» el propio pensamiento, la propia verdad, y se abre para recibir y dejarse penetrar-transformar por la verdad. Desprendimiento en el dar. El hermano menor «inflamado» y «fascinado» por la verdad, comunica a los demás, en actitud de servicio, el deseo ardiente, la pasión, por la búsqueda constante y gozosa de la verdad. De este modo, la actividad intelectual, el estudio, más que «adiestramiento» de la mente, será iluminación del corazón abierto para recibir y para dar gratis lo que gratis ha recibido, ligero descanso de aquellos que se sienten en camino y sin llegar nunca al término de su viaje. En este sentido, la pobreza, la minoridad y la itinerancia son el contexto franciscano natural del estudio y de toda actividad intelectual. Y es que la verdadera sabiduría va unida siempre a su hermana «la santa y pura sencillez» (SalVir 1).

-- El Hermano menor que ha recibido el don de sentirse amado, reconciliado y liberado, es custodio de esperanza . El estudio, enseñándole la compasión, mostrándole que Dios está presente también en medio del sufrimiento, le prepara para pronunciar una palabra de liberación. El estudio ofrece al hermano menor una disciplina intelectual que le abre los oídos para escuchar a Dios que le llama también a través del pobre y del que sufre. La palabra de denuncia pronunciada por el Hermano menor será profética sólo si está enraizada en un profundo estudio de la Biblia y en un análisis serio y a la vez crítico de la sociedad contemporánea, particularmente de la situación económica y política que en muchos lugares es causa de injusticias.

-- Los hermanos menores forman una Fraternidad evangelizadora . La evangelización es su «professio vitae», su vocación y misión. La ciencia unida a la santidad es medio necesario para la realización de la misión que la Orden ha recibido de la Iglesia. El Hermano menor es consciente de que sin la debida ciencia la Orden no puede lograr el fin de evangelizar a pobres y a ricos, a fieles y a infieles. Para el Hermano menor, como ya dijimos, el estudio es compromiso al servicio de la causa del Evangelio.

* * *

De lo dicho hemos de deducir que la formación intelectual y los estudios en la Orden no pueden reducirse a la mera adquisición de nuevos conocimientos o a la preparación adecuada para un oficio o trabajo profesional. Tampoco podemos separar estudio y espiritualidad, estudios y vocación franciscana. Si el estudio se realiza dentro de la «ética» que hemos propuesto, constituirá una expresión necesaria de la formación humana y espiritual del Hermano menor. De hecho, el estudio se configura tanto como una exigencia de la inteligencia, con la cual el hombre participa de la luz de la mente de Dios, como con la preparación a la vida espiritual, alimentando el necesario «diálogo» entre conocimiento y «devoción», entre investigación y «contemplación», entre inteligencia y «sencillez», pues como bien dice San Buenaventura, «no es suficiente la lectura sin la compunción, el conocimiento sin la devoción, la búsqueda sin el salto de la maravilla, la prudencia sin la capacidad de abandonarse a la alegría, la actividad separada de la religiosidad, el saber separado de la caridad, la inteligencia sin la humildad, el estudio no sostenido de la gracia divina, la reflexión sin la sabiduría inspirada de Dios» (118).

La formación intelectual y los estudios en la Orden han de llevar al Hermano menor a abrirse y avanzar en el conocimiento de Dios y en la adhesión a él; a conocer la Verdad y a dar testimonio de ella con la vida. Sólo si la formación intelectual y los estudios se realizan teniendo en cuenta esta «ética» pueden considerarse franciscanos, y sólo así responderán también a las exigencias de la nueva evangelización y a los retos de la sociedad actual (119).

Para nosotros el estudio es «asimilativo», es decir, inseparable de la vida, pues como dice el mismo Francisco, «el predicador debe primero sacar de la oración hecha en secreto lo que vaya a difundir después por los discursos; debe antes enardecerse interiormente, no sea que trasmita palabras que no llevan vida» (120). El verdadero estudioso no se contenta simplemente con entender para repetir o enseñar (cf. Adm 7), sino para hacer propia y gustar la verdad alcanzada, siempre parcial, como anticipación de la «verdad plena» (Jn 16,13). Y si bien es cierto que los estudios no pueden rechazarse argumentando a favor de este rechazo opciones de tipo franciscano, también es cierto que no pueden justificarse a cualquier precio. La regla de oro dada por Francisco a Antonio al respecto sigue siendo válida también para nosotros: «Me agrada que enseñes la sagrada teología a los hermanos, a condición de que, por razón de este estudio, no apagues el espíritu de la oración y devoción, como se contiene en la Regla» (CtaAnt 2).


2.4 Contenidos y metodología del estudio franciscano

Si la evangelización es la razón última de nuestros estudios y ésta necesita de un profundo conocimiento tanto de las distintas culturas en las que el Evangelio se debe encarnar, como de nuestro carisma a través de cuya vivencia queremos anunciar dicho Evangelio, para profundizar en dicho conocimiento el Hermano menor necesita de un estudio profundo de la teología, de la filosofía, de la pastoral, de la tradición franciscana y de las distintas culturas, e incluso de las ciencias y de las artes. Ninguna de las ciencias humanas o sagradas ha de ser despreciada por los hermanos, sino más bien cada uno, según sus dotes peculiares y en conformidad con su condición, «dedíquese con ahínco al estudio de las ciencias y las artes con el fin de que puedan ser más útiles a la edificación del Reino de Dios» (121).

En cualquier caso se ha de privilegiar y se ha de asegurar que todos los hermanos, independientemente de su opción clerical o laical, se formen, según las propias dotes (cf. Mt 25,14-30), en las disciplinas que le ayuden a profundizar en el carisma franciscano, en las disciplinas teológicas, particularmente las relacionadas con la Sagrada Escritura, y en las disciplinas humanísticas (122).

En cuanto a la metodología, tanto quien imparte los contenidos como quien los recibe no pueden olvidar que:

• La formación intelectual, aun teniendo su propio carácter específico, se relaciona profundamente con la formación humana y espiritual, constituyendo con ellas un elemento necesario (123). Es la vida y la formación del Hermano menor las que deben orientar y dar sentido a la formación intelectual (124).

• Entre las distintas materias debe reinar una intrínseca unidad y armonía (125).

• Todos los estudios han de ser realizados teniendo en cuenta la dimensión ecuménica, misionera y pastoral.

• Ya se trate de la formación humana y espiritual, ya se trate de la formación intelectual, siempre deben estar animadas por el espíritu peculiar de nuestra forma de vida franciscana (126).

2.5 Los Centros de estudio en la Orden

En la delicada tarea de alimentar la propia vida espiritual (127), de profundizar en el conocimiento del carisma franciscano y de llegar a la madurez humana del intelecto, capaz de llegar a la verdad de cada cosa, los Centros de estudio juegan un papel importantísimo. De hecho, ellos son los instrumentos que la Orden tiene para llevar a cabo «la renovación a la vez espiritual, intelectual y misionera» y para «ayudar mejor a la Orden para enfrentarse con los problemas actuales» (128). En este sentido son verdaderos instrumentos de evangelización, ad intra y ad extra; pues en ellos, profesores y alumnos, «se dedicarán plenamente, con cordialidad y disponibilidad evangélica, a conocer la Verdad y a atestiguarla con la vida fraterna, con las publicaciones, la enseñanza, la solidaridad con los pobres y los necesitados» (129).

Para ello nuestros Centros de estudios, además de tener un buen nivel científico y abrirse al mundo actual, han de «poner de relieve las propias características» (130). Entre estas «características propias», cabe señalar las siguientes:

• Estudiar y analizar los aspectos fundamentales de la tradición franciscana en sus diversas manifestaciones.

• Ser un lugar de diálogo entre los interrogantes del mundo de hoy y el carisma franciscano.

• Buscar los medios para iluminar los problemas del mundo contemporáneo con el carisma franciscano.

• Colaborar en la formación espiritual y científica de los hermanos.

• Sin duda alguna que la formación intelectual es la actividad fundamental de los Centros de estudios, pero cada Centro debería ser «el lugar donde por excelencia es custodiado y cultivado el rico patrimonio del pensamiento franciscano. Los grandes maestros del pensamiento franciscano no son una simple "gloria de familia", sino un patrimonio de la Iglesia y de la humanidad. Por tanto, poner a disposición de los hombres de hoy esta riqueza que la historia nos ha confiado, es un deber de toda la Orden» (131).

3. CONCLUSIÓN

De este breve recorrido por nuestra historia pueden sacarse algunas conclusiones, todas ellas importantes y para tener en cuenta a la hora de elaborar la Ratio Studiorum:

• No se puede invocar a Francisco en contra de los estudios, sino que, teniendo en cuenta todos sus escritos, podemos afirmar que «la ciencia es una exigencia que Francisco acepta, venera y promueve» (132).

• Los estudios, lejos de ser extraños a nuestra vocación, son parte esencial en la misma, pues están en estrecha relación tanto con la evangelización como con la profundización de nuestro carisma. No lo sabría expresar mejor que el varias veces citado ex Ministro general Fr. John Vaughn: «En la profundización de nuestro carisma propio y en su encarnación en el mundo de hoy, la investigación científica y el estudio tienen un papel importantísimo e insustituible» (133).

• Los estudios son inseparables de la vocación-misión de la Orden, la evangelización. Pero dado que ésta es inseparable de las otras opciones clave de la vida franciscana -espíritu de oración y devoción, vida en fraternidad, vida en minoridad y pobreza-, entonces también el estudio ha de ser visto en estrecha relación con esas opciones clave.

Quiero terminar haciendo referencia a dos intervenciones de dos Ministros generales de la Orden. La primera es de Fr. Luis Iglesias quien en 1830 escribía: «Es difícil la observancia regular sin la ciencia competente» (134). La segunda es de Fr. Hermann Schalück que afirmaba en 1994: «Estoy convencido de que, llevada a cabo según nuestro espíritu de minoridad y siguiendo el espíritu de los Maestros franciscanos, la formación intelectual apunta a la vida, es decir, garantiza el itinerario formativo en el crecimiento, en la madurez intelectual y espiritual de cada hermano» (135).

La Orden necesita reconciliarse definitivamente con la formación intelectual y los estudios. Ni estos ni aquella pueden seguir siendo un privilegio de unos pocos. Tampoco pueden ser considerados como un lujo o simplemente en función de la eficacia pastoral o técnica. Los estudios, particularmente los de teología, son instrumentos al servicio de la vida y del crecimiento hacia una fe adulta. «En este sentido el estudio nos hace gustar la alegría del adulto que descubre su lugar en el mundo y su misión en la vida» (136).

NOTAS:


[ José Rodríguez Carballo , OFM, Los estudios y la vocación de Hermanos Menores , en Verdad y Vida 57 (1999) 117-146]