.

LA LLAMADA AL SEGUIMIENTO

José Rodríguez Carballo , OFM, «Caminar tras sus huellas» , en Selecciones de Franciscanismo vol. XXX, n. 88 (2001) 23-43

 

En la llamada que Jesús hace a sus discípulos para que le sigan podemos distinguir los siguientes elementos característicos:

1. La llamada parte de la iniciativa de Jesús

La llamada al seguimiento parte siempre de una iniciativa de Jesús. Si alguno lo pretende seguir por propia iniciativa es invitado a tomar otro camino (cf. Mc 5,18-20). De este modo Jesús podrá decir más tarde: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino yo a vosotros» (Jn 15,16) (4). El sujeto original de la vocación al seguimiento es siempre Jesús. Nadie se hace a sí mismo discípulo. Es Jesús el que hace discípulos. El hombre puede ponerse en camino hacia Jesús sólo después que Jesús se ha puesto a caminar por los senderos del hombre. El seguimiento no es conquista, sino un ser conquistado. Así lo experimentó Pablo y así lo experimentaron los discípulos de todos los tiempos: sentir la llamada al seguimiento es sentirse «escogido, alcanzado y ganado por el Señor Jesús» (Fil 3,8-12). Por esta misma razón, la vocación al seguimiento culmina con la transformación existencial que da lugar a un nuevo yo: «No soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20). El seguimiento tiene como fuente el mismo Jesús y como término su misma persona.

Esta iniciativa por parte de Jesús es indicada en los Evangelios con tres verbos. Dos de ellos se refieren a lo que él hace: «pasa» al lado de los que luego le seguirán y los «ve» . El otro verbo se refiere a la llamada explícita: Jesús les dijo: «Venid conmigo» , o simplemente, «sígueme» .

Jesús «pasa junto a» y «ve». Estos verbos aparecen tanto en los sinópticos como en Juan cuando nos hablan de la vocación de los primeros discípulos: « Pasando a lo largo del lago de Galilea vio a Simón...» (Mc 1,16; cf. Mt 4,18), «Al día siguiente... Juan fijó la vista en Jesús que pasaba ...» y «Jesús viendo que lo seguían...» (Jn 1,35.36.38).

«Pasando» . En el Evangelio, particularmente en el de Marcos, Jesús se presenta casi siempre en camino. El Jesús en movimiento es también el Jesús que pone en movimiento. Como ya dijimos, en las narraciones vocacionales es Jesús quien siempre toma la iniciativa de acercarse a aquellos a los que llamará a que le sigan. No espera a que vengan a él. Va a su encuentro y lo hace en los lugares donde éstos desarrollan sus actividades normales: a los primeros discípulos, como pescadores que eran, los encontrará en el lago de Tiberíades (cf. Mc 1,16), a Mateo en su lugar de trabajo, como recaudador de impuestos (cf. Mt 9,9-17). La llamada al seguimiento no se sitúa en un espacio sagrado, en un momento religioso, sino en un cuadro profano. La llamada se realiza siempre en el contexto histórico de la persona que es llamada.

Otra constante estructural de los relatos de vocación es la mirada de Jesús. «Pasando Jesús vio» a Simón y a Andrés (cf. Mc 1,16), a Santiago y a Juan (cf. Mc 1,19), a Mateo (cf. Mc 2,14), a Natanael (cf. Jn 1,47-48), al joven rico (cf. Mc 10,21). El «ver» de Jesús no es un ver cualquiera, en abstracto, sino una mirada que penetra en el interior de las personas (cf. Mc 3,5; 6,34; 12,34), a las que elige, escoge y «saca fuera» del resto de la gente para que le sigan (5). El ver de Jesús es el primer momento del encuentro entre Jesús que llama y el hombre que responde, e indica ya una comunión profunda entre Jesús y la persona «vista» por él (6). Después de esta mirada, las cosas no quedan nunca como estaban. Las situaciones cambian y las personas también. La vocación es una llamada personalizada.

A un determinado momento, la mirada se torna llamada explícita, que es también un mandato: «Venid conmigo» (Mc 1,17; Jn 1,39), «sígueme» (Mc 2,14; Lc 9,59; 18,22) (7). Estas expresiones, aunque directamente recuerdan la vocación de Eliseo (cf. 1 Re 19,20), sin embargo también son frecuentes en el Antiguo Testamento para indicar la elección de Israel por parte de Yahvé. Como la prometida sigue a su prometido (cf. Jr 2,2), como el rebaño sigue al pastor (cf. Sal 80,2), como el pueblo sigue a su rey (cf. 2 Sam 15,13; 17,9), así Israel debe seguir a su Señor.

A la luz de los textos anteriores, las expresiones evangélicas «venid conmigo» y «sígueme» indican la relación de cercanía y la intimidad con Jesús que deben caracterizar la vida del discípulo. Cercanía e intimidad cuya iniciativa parte siempre de Jesús que pasa, ve-conoce-ama y llama.

2. La llamada es la manifestación del amor gratuito de Jesús por el llamado

La vocación es una elección gratuita: «Antes que fueses formado, en el seno materno, yo te conocí; antes que salieses del seno de tu madre, yo te consagré y te hice profeta» (Jr 1,5). La misma «confesión» hace Isaías (cf. Is 49,1) y Pablo (cf. Gál 1,15-16). «Dios nos ha amado primero» (1 Jn 4,10), por eso la llamada, fruto del amor del Señor hacia el llamado, no se basa en los propios méritos, es un don gratuito. Jesús pasa, ama y llama a los que él quiere (cf. Mc 3,13), cuando él quiere y como él quiere, «no en virtud de nuestras obras, sino en virtud de su propósito y de la gracia que nos fue dada en Cristo Jesús antes de los tiempos eternos» (2 Tm 1,9).

La elección por parte de Jesús es libre, depende únicamente de su voluntad; no se tienen en cuenta la capacidad del llamado, ni sus intereses e intenciones y ni siquiera su decisión. Todo es gracia. Pablo tendrá clara conciencia de ello cuando, haciendo «memoria» de su vocación, afirmará que ha sido llamado por pura gracia de aquel que le separó desde el seno de su madre (cf. Gál 1,15). El discípulo es amado y, porque es amado, es también llamado, cada uno desde su situación concreta y a su manera, a estar con Jesús (cf. Mc 3,13), a seguirle (cf. Mc 1,17), a estar donde está él (cf. Jn 12,26).

La relación de amor se traduce, por parte de Jesús, en la acogida del llamado tal como es, en su elección, en la confianza que deposita en él y en la amistad con que le honra: «Ya no os llamo siervos, sino amigos» (Jn 15,15). Todo discípulo es siempre «el discípulo al que ama Jesús» (cf. Jn 13,23), por el cual murió y se entregó (cf. Gál 2,20). Todo discípulo es su amigo y ha de sentirse incondicionalmente amado por él (cf. Rm 15,6-10). Llamado a seguirle y a compartir sus pruebas, es también llamado a compartir con él los secretos de su Padre (cf. Jn 15,15). Por este motivo, los vínculos que se crean entre el llamado y Jesús son tan estrechos como los que existen desde siempre entre Jesús y el Padre (cf. Jn 15,9).

3. La llamada es un acto imperioso e irresistible, que sin embargo respeta la libertad

La llamada es presentada siempre como una orden: «Vete», dirá el Señor a Abraham (cf. Gén 12,1), a Moisés (Ex 3,10), a Gedeón (cf. Jue 6,14), a Amós (cf. Am 7,15), a Isaías (cf. Is 6,9). «Venid», dirá Jesús a sus primeros discípulos (cf. Mc 1,17); «venid y ved», dirá a los discípulos de Juan (cf. Jn 1,39); «sígueme», dirá a Mateo (cf. Mt 9,9). Jesús, como Yahvé en el Antiguo Testamento, se presenta como alguien con autoridad.

Esta autoridad hace que la llamada sea irresistible. En el Antiguo Testamento el texto que tal vez mejor refleja esta concepción es la confesión de Amós: «Ruge el león, ¿quién no temblará?» (Am 3,8). En el Nuevo Testamento esta característica de la llamada se percibe en la pronta respuesta que dan los discípulos al imperativo del Señor: «Al instante» dejándolo todo le siguieron. La razón de esta prontitud en la respuesta la podemos entrever en la «memoria» que Jeremías hace de su propia experiencia vocacional: «Me has seducido, Yahvé, y yo me dejé seducir; me has agarrado y me has podido... Yo decía: “No volveré a recordarlo, ni hablaré más en su nombre”. Pero sentía en mi corazón algo así como un fuego ardiente, prendido en mis huesos, y aunque yo luchaba por ahogarlo, no podía» (Jr 20,7 y 9). O también en las palabras de Pedro cuando muchos abandonan a Jesús después del discurso sobre el pan de vida: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68).

El carácter imperativo e irresistible de la llamada no anula, sin embargo, la libertad y, por tanto, la responsabilidad del llamado. Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento nos ofrecen algunos ejemplos a través de los cuales se ve clara la posibilidad-libertad-responsabilidad que el llamado tiene de decir no a la «orden» dada por el Señor: Jonás (cf. Jon 1,3), un profeta anónimo enviado a profetizar contra el santuario de Betel (cf. 1 Re 13), el joven rico (cf. Mt 19,16ss), Judas. El Señor llama. El hombre es siempre libre de decir sí o no. El Señor puede insistir, como es en el caso de Moisés (cf. Ex 4,10-17), de Gedeón (cf. Jue 6,15-16) o de Jeremías (cf. Jr 1,6). Pero es el hombre el que debe aceptar la llamada. En la vocación se encuentran siempre dos libertades: la libertad del Señor que llama a quien quiere y la libertad del llamado que puede decir sí o no. «La vocación es realmente actividad de Dios, pero igualmente actividad del hombre: trabajo y penetración de Dios en el corazón de la libertad humana, pero también fatiga y lucha del hombre para ser libre y poder acoger el don» (8).

4. La llamada está siempre en función de una misión determinada

Toda «llamada» es llamada al servicio y a la misión (cf. Rm 11,13; 12,17; 1 Cor 3,5). La vocación es, por su misma naturaleza, vocación a la misión: «Ve –dirá Yahvé a Moisés–, pues, yo te envío a Faraón para que saques a mi pueblo, a los hijos de Israel, de Egipto» (Ex 3,10); «Os haré pescadores de hombres» (Mc 1,17), dice Jesús a sus primeros discípulos. La vocación en la Biblia no es un privilegio individual, una distinción que se hace a una persona. La vocación es una llamada a dejarse implicar en el proceso de misión: «Me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia –dirá Pablo–, para que le anunciase entre los gentiles...» (Gál 1,15-16). La misión es componente esencial de la llamada-vocación. No hay llamada-vocación sino es en función de la misión.

En esta misión el punto de partida es estar con Jesús: «Los llamó para que estuvieran con él y enviarlos a predicar» (Mc 3,14). No puede haber predicación, «misión», si no es a partir de una estrecha vinculación con Jesús. Sólo quien le conoce, quien «permanece» con él (cf. Jn 1,39); sólo quien permanece en su amor (cf. Jn 15,9), puede dar fruto, como el sarmiento da fruto sólo si permanece unido a la vid (cf. Jn 15,4-5).

El estar con él y predicar (realizar la misión), no se colocan en una sucesión cronológica, no son dos dimensiones opuestas, sino que se complementan. La misión exige, como ya se indicó, intimidad con Jesús. Él es, al mismo tiempo, sujeto y objeto de la misión. Por eso el sarmiento que no esté unido a él no puede dar fruto (cf. Jn 15,6).

Esta misión tiene tres características principales:

1) La misión está en función de los demás . La llamada coloca al discípulo al servicio de los demás. Cuando uno es llamado, no lo es simplemente para alcanzar una perfección individual. El discípulo es llamado para utilidad pública: «Habéis recibido gratis, gratis habéis de dar» (Mt 10,8). Tampoco «se enciende una lámpara para ponerla debajo de la cama, sino para que alumbre a todos los de la casa» (Mt 5,15). Y es que «yo os he destinado –dice el Señor– para que vayáis y deis fruto...» (Jn 15,16). La llamada no está en función de la creación de una categoría de privilegiados, sino que está hecha con vistas a un servicio que hay que prestar a todos. Si puede hablarse de algún privilegio del discípulo, es sólo el privilegio de ponerse al servicio de los demás, el privilegio de lavarles los pies. El discípulo, como el sumo sacerdote del Antiguo Testamento, «es tomado de entre los hombres, en favor de los hombres» (Hb 5,1). Es sacado fuera para ser restituido inmediatamente a los demás. Porque pertenece al Señor, al igual que Él, el discípulo está para servir a los demás.

2) La misión es urgente . Esta urgencia aparece claramente indicada en los relatos vocacionales del Antiguo Testamento a través de la repetición, por parte de Dios, del nombre del llamado: «Abraham, Abraham» (Gén 22,11); «Moisés, Moisés» (Ex 3,4); «Samuel, Samuel» (1 Sam 3,10). Dios parece tener prisa. La misión a la que llama a Abraham, Moisés y Samuel es urgente. En esta misma línea de pensamiento debemos leer las disposiciones de Jesús a los discípulos cuando estos van por el mundo: «No llevéis dinero, ni dos túnicas, ni alforjas...» (Mt 10,9-10). La misión urge, no hay tiempo que perder en preparativos que podrían luego entorpecer la misión.

3) La misión es ardua . La misión lleva siempre un aspecto de incomodidad, de desgarre, de coraje y de oposición. Este carácter de la misión se ve claramente por la exigencia de «ir». «Vete», es la palabra clave en el Antiguo Testamento para indicar la misión. «Ven», dirá Jesús a los suyos. Ahora bien, para ir hay que partir, hay que dejar, es necesario estar disponibles. Las lágrimas son frecuentes en los inicios y también durante la misión misma. La alegría se conquista después, en el esfuerzo por adecuarse a los compromisos más duros de la vocación-misión (cf. Mt 10,16).

 

II. EXIGENCIAS DE LA LLAMADA

La llamada es ciertamente una elección gratuita. El discípulo es llamado, como hemos dicho anteriormente, sin mérito alguno por su parte, a seguir a Jesús, a formar parte de su compañía. Este es el lote más hermoso que puede recibir una persona. Pero esta gracia comporta, de parte de quien la recibe, una responsabilidad, una respuesta activa, hasta poder decir con Pablo: «Su gracia no ha sido vana en mí» (1 Cor 15,10). De este modo, si la llamada tiene unas características bien concretas, también la respuesta tiene sus propias exigencias. Las principales son: exclusividad, prontitud y opción definitiva por Jesús.

1. Jesús exige exclusividad

La elección va acompañada de una exigencia de pertenencia exclusiva. Ya lo era así en el Antiguo Testamento. Porque Israel ha sido elegido como pueblo de Dios, no puede tener otros dioses (cf. Dt 5,7; 6,4-5). Pertenece exclusivamente al Señor.

En el Nuevo Testamento Jesús está exigiendo de sus discípulos la misma exclusividad hacia su persona que la exigida por Yahvé al pueblo de Israel. Jesús es el que elige y llama, lo cual le da como un cierto derecho de propiedad sobre los discípulos. Este parece ser el significado de la expresión «sus propios discípulos» (Mc 4,34). Y esta propiedad puede explicar la radicalidad con la que se expresa cuando alguno pone condiciones para seguirle: «Deja que los muertos entierren a sus muertos...» (cf. Lc 9,59-62).

Por otra parte hay que notar que Jesús no da explicaciones ni ofrece la posibilidad de hacer demasiadas preguntas. A quien le pregunta «¿dónde vives?», responderá simplemente: «Venid y veréis» (Jn 1,38-39). La exclusividad que pide Jesús es también una opción radical de fe, al estilo de la fe de Abraham (cf. Gén 12,1-4) o de Moisés (cf. Ex 3,12-15; 4,18-20). Con la palabra, Jesús invita a sus futuros discípulos a entrar en su proprio movimiento. Como ya hemos insinuado anteriormente, ser discípulo es seguir a Jesús, ponerse a caminar con él, establecer profunda comunión con él, entrar a formar parte del grupo de su exclusiva pertenencia. Y esto sólo es posible desde la fe y la confianza absoluta en él.

2. Jesús exige prontitud

Otra característica del seguimiento de Jesús, por parte del discípulo, es la urgencia. Los relatos vocacionales lo indican claramente. A la indicación de Jesús, «inmediatamente» (euthus), los pescadores dejan las redes (cf. Mc 1,18), el oficio y al padre (cf. Mc 1,20), lo dejan todo (cf. Lc 5,11.28). La llamada no permite dilaciones. La respuesta ha de ser decidida, inmediata, generosa e incondicional.

Ya hemos hecho referencia a la respuesta dada por Jesús a las pretensiones de los discípulos de esperar un poco (cf. Lc 9,59-62) (9). Cuando Jesús «ve» y «encuentra» a una persona, ese es «el momento favorable» para ella, «la estación oportuna» (cf. 2 Cor 6,2) para dar el fruto del seguimiento. No vale la disculpa de que no es tiempo para la cosecha (cf. Mc 11,13-14): aun faltando cuatro meses para la siega, los campos ya están blanquecinos, la mies está pronta (cf. Jn 4,35). Cuando Jesús llama, sólo cabe una respuesta: «Al instante...» (Mc 1,18.20; 2,14). Tanto la llamada como la respuesta asumen un carácter de urgencia.

3. Jesús exige una opción definitiva

La llamada al seguimiento espera una respuesta inmediata y estable a la vez, una opción en favor de Jesús que se presenta como irrevocable (10). Por este motivo Jesús pide ruptura con todo lo que pueda suponer seguridad. El discípulo no puede tener nada a sus espaldas. La vuelta no está prevista: «Nadie que, después de haber puesto la mano sobre el arado, mire atrás es apto para el reino de Dios» (Lc 9,62).

La lógica del Evangelio es la de lo absoluto: según esa lógica es absurdo que un discípulo se decidiese por seguir a Jesús con un razonamiento de este género: tengo una casa y alguna tierra, tengo una profesión y una familia. En el caso que debiera cambiar de idea, no me encontraré con las manos vacías... La entrega a Jesús no puede ser sino absoluta, por eso la renuncia a toda clase de seguridades se ha de verificar de forma irreparable, sin posibilidad de reajustes sucesivos: «Las raposas tienen cuevas y las aves del cielo nidos. Pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (Lc 9,58).

III. LAS CONDICIONES-MANIFESTACIONES DE LA RESPUESTA

El Evangelio, al mismo tiempo que habla de las exigencias de la llamada, deja claras las condiciones-manifestaciones de tal respuesta. Las principales son: la fe, el desprendimiento, el seguimiento y la disponibilidad para dejarse hacer.

1. La fe

El discípulo, como ya hemos indicado, se caracteriza por la fe. Ésta, a su vez, se expresa en la confianza absoluta y en el abandono incondicional (cf. Lc 1,38) en la persona de Jesús. «Yahvé dijo a Abraham: Sal de tu tierra y de tu patria y de la casa de tu padre hacia la tierra que yo te mostraré» (Gén 12,1). «Maestro –le preguntan a Jesús–, ¿dónde vives?» Y Jesús responde: «Venid y veréis» (Jn 1,38-39). Y Abraham partió, y los discípulos se fueron tras él y se quedaron con él. El discípulo no responde con una confesión de fe por medio de palabras, sino con una acto de obediencia. La voz que llama no provoca otra voz que responda, sino más bien una acción que se encarna: el seguimiento, la obediencia a la orden recibida. La fe supone una actitud vital y activa frente a la misteriosa manifestación de Dios en la historia de la propia vida.

La fe es para el discípulo antídoto del miedo, del cálculo, de la prudencia humana. Por eso el discípulo es siempre un hombre que asume el riesgo de ponerse en camino sin saber a donde va (cf. Hb 11,8), de aceptar un camino que es imprevisible (cf. Mt 8,19-20), de fiarse de la palabra del Maestro, dejando a un lado la evidencia que le dan sus propias certezas: «...mas, porque tú lo dices, echaré las redes» (Lc 5,5).

Hablar de fe es hablar de opción radical en favor de la persona de Jesús y es hablar de una opción, igualmente radical, por el Reino.

En relación con la persona de Jesús, la fe exige que el discípulo ponga a Jesús como centro de su vida, como razón última de su ser, confesándolo como «Maestro y Señor» (Jn 13,13). Como ya dijimos, la centralidad y la exclusividad que el Antiguo Testamento concedía a Yahvé en relación con el pueblo elegido (cf. Dt 6,4; Mt 6,24), el Nuevo Testamento se la concede a Jesús en relación con el discípulo. Él ha de ser el centro en torno al cual giren todos los demás intereses del discípulo, la prioridad más absoluta. Sólo desde esta perspectiva se puede entender la renuncia a todos los bienes e incluso a los vínculos familiares y a sí mismo. Nada se puede anteponer a Jesús. Nada ni nadie se debe preferir a él (cf. Mt 10,37).

En estrecha relación con esta opción por Jesús, está la opción por el Reino, realidad misteriosa revelada a los sencillos (cf. Mt 11,25) y a los discípulos (cf. Mt 13,11). Gracias a esta revelación algunos llegan a descubrir el tesoro escondido, la perla preciosa. Este hallazgo produce tal fascinación y alegría, que se justifica el venderlo todo a fin de poseer dicho tesoro, dicha perla (cf. Mt 13,44-46). Tanto es su valor, que algunos incluso están suficientemente motivados como para renunciar al matrimonio. El Reino absorbe y fascina de tal modo a algunos (se trata de una gracia que sólo es dada a algunos), que se hacen «eunucos», es decir, personas incapacitadas para vivir en matrimonio (cf. Mt 19,10-12). De este modo quedan completamente libres, a disposición del Reino.

2. El desprendimiento

Al «inmediatamente» de la llamada corresponde «al instante» de la respuesta. Y la decisión se expresa a través del desprendimiento o de la renuncia. Este desprendimiento-renuncia tiene tres aspectos estrechamente relacionados entre sí: en relación con uno mismo, en relación con los demás y en relación con los bienes materiales.

1) En relación con uno mismo . El texto que mejor resume la condición-manifestación de la respuesta en relación con uno mismo tal vez sea el de Mc 8,34: «Si alguno quiere venir en por de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame».

«Niéguese a sí mismo». El verbo que está a la base de «negarse» significa, literalmente, «no reconocerse», «sentirse extranjero». La expresión «negarse a sí mismo» subraya, por tanto, la exigencia de no reconocerse más en aquello que se ha sido hasta ahora, indica un cambio radical en la propia vida, una ruptura con el hombre viejo, para nacer al hombre nuevo, hasta poder decir con Pablo: «No vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20). «Negarse a sí mismo» lleva consigo una especie de «descentramiento»: si antes el centro lo ocupaba el proprio yo, ahora pasa a ser ocupado por la persona de Jesús. Lleva consigo una conversión de toda la persona al Señor, conversión que exige dejar la carne (cf. Gál 5,24) para nacer al espíritu (cf. Jn 3,5).

En la vida del discípulo ha de haber un antes y un después, separados por el encuentro personal con el Señor resucitado. Es la experiencia vivida por Pablo camino de Damasco (cf. Hch 9,3-6). El discípulo tiene que realizar un «éxodo» que le permita «salir del siglo» (cf. Test 2-3), es decir, romper los lazos que le atan a un mundo decrépito y viejo, a un mundo «falaz y perecedero» (1 Cor 7,31), para entrar en un mundo nuevo, fruto de la muerte al proprio yo: «Si el grano de trigo no muere...» (Jn 12,24).

El discípulo, al igual que el grano de trigo, debe morir para poder dar fruto. Pero este morir ha de tener una razón de ser y una motivación: Jesús y el Evangelio. En esta motivación está la gran novedad del morir del discípulo en relación con las exigencias del judaísmo. En el Talmud leemos: «¿Qué debe hacer el hombre para vivir? Morir a sí mismo ¿Qué debe hacer el hombre para morir? Vivir a sí mismo». Jesús, al dicho rabínico, añade: «por mí y por el Evangelio» (Mc 8,35).

De notar, además, que el término «Evangelio», en el texto que estamos comentando, tiene un significado dinámico. No se trata de morir por el Evangelio predicado por los otros. Se trata de dar la vida por el Evangelio anunciado por uno mismo a través de la propia vida. Gracias a esta dinamicidad del término «Evangelio», el elemento muerte aparece estrechamente unido al elemento misión-testimonio: cada vez que uno muere a sí mismo está anunciando el Evangelio y cada vez que anuncia el Evangelio está muriendo a sí mismo. El discípulo anuncia con la propia vida que ante Jesús todos los demás valores palidecen.

Una segunda exigencia es expresada con las palabras: «Cargue con su cruz». Esta expresión literalmente significa «levantar la propia cruz». Es lo que hacen los condenados a muerte, camino del patíbulo. El discípulo es un condenado a muerte, tal como lo anunció el mismo Maestro: «Seréis condenados» (Mc 13,9) y «odiados por todos» (Mc 13,13). Este rechazo y esta condena surgirán en el seno de la misma familia (cf. Mc 13,12).

La razón de este rechazo y de esta condena es siempre Jesús. Ante Jesús no se puede ser neutral. O se está con él o se está contra él (cf. Mt 6,24), «quien no recoge conmigo –dice Jesús–, derrama» (Lc 11,23). El discípulo que ha hecho la opción de estar a favor de Jesús sufrirá el mismo rechazo que sufrió Jesús (cf. Mt 10,22). Cuando esto llegue, el discípulo ha de recordar que él no es mayor que su Maestro (cf. Jn 15,18-21).

2) En relación con los demás . En relación con los demás, el desprendimiento y la renuncia se transforman en actitud de servicio. El discípulo debe hacerse pequeño y esclavo (cf. Mc 10,42-45). La ocasión para tal enseñanza se la ofreció una petición egoísta de los hijos de Zebedeo (11). Jesús, tomando pie de la praxis de los jefes de los pueblos, que buscan el poder, responde categóricamente: «No ha de ser así entre vosotros; antes, si alguno de vosotros quiere ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiere ser el primero, que sea vuestro esclavo» (Mc 10,43-44). El discípulo, al igual que el Maestro, no está en medio de los demás para ser servido, sino para servir (cf. Mc 10,45).

Este dicho de Jesús no expresa un simple deseo, sino que manifiesta una condición, «sine qua non», para construir la comunidad de discípulos. En ella cada uno ha de ser servidor de todos. Y este servicio ha de ser «diaconal» (servidor), es decir, concreto, y «dependiente», como el que realizan los esclavos: sin pasar factura –cuando hayamos hecho lo que debemos hacer hemos de sentirnos «siervos inútiles»– y adelántandose a las manifestaciones de la necesidad. Según la lógica de Jesús, quien sirve es el que realmente ejerce autoridad. Por otra parte, seguir esta lógica lleva a desterrar de la comunidad y de cada uno de sus miembros la libido del poder y convertirla en alegría de servicio, lleva a vivir sometidos a todos (cf. Mc 10,14) y a rechazar el poder y los puestos honoríficos (cf. Mt 23,8-12). Esto es desprendimiento, es renuncia.

3) En relación con los bienes materiales . El desprendimiento-renuncia al «yo» debe ir acompañado de la renuncia a lo «mío». Todo el que quiera seguir a Jesús ha de optar por el género de vida del Hijo del hombre, quien no tuvo dónde reclinar su cabeza (cf. Mt 8,20).

La renuncia a los bienes y a las riquezas aparece en los Evangelios como condición esencial para ser discípulo y al mismo tiempo como consecuencia y manifestación de la voluntad de caminar tras las huellas de Jesús.

El desprendimiento-renuncia es condición para seguir a Jesús. Esto se ve claramente en el dicho de Jesús tal como nos lo trasmite Lucas: «Cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío» (Lc 14,33). Para seguir a Jesús es necesario desprenderse de cualquier vínculo, por necesario que haya sido hasta entonces (profesión) o por querido que siga siendo (la familia) (cf. Mt 6,21-24; Lc 14,16).

El desprendimiento-renuncia es también consecuencia natural del seguimiento de Jesús. Así se desprende de la perícopa del joven rico (cf. Mt 19,16-26). Aparentemente el joven rico había optado por un camino de perfección absoluta: «Todo esto lo he guardado, ¿qué me queda aún?» Ahora Jesús le pide, como manifestación de su deseo de llegar a la perfección, que se desprenda de todos sus bienes. La respuesta del joven a esta exigencia de Jesús ya la conocemos: «El joven se fue triste, pues tenía muchos bienes».

En el relato de la vocación de los primeros discípulos, el desprendimiento-renuncia se expresa a través de un doble movimiento de separación y de acercamiento. La separación se realiza en relación con el oficio desempañado hasta entonces (eran pescadores), con las cosas (redes y barcas) y con los lazos familiares (padre) (cf. Mc 1,18.20). Esta separación, sin embargo, va acompañada de un acercamiento a Jesús: «Se acercaron a él» (Mc 3,13) (12).

La separación pone de manifiesto la nueva situación del discípulo. Éste crea un vacío en torno a sí, cortando las raíces que le mantenían unido a sistemas de seguridad de cara al futuro. El discípulo es un hombre nuevo. Debe, por tanto, renunciar a su pasado. Separándose del padre, el discípulo abandona la seguridad del ambiente vital y afectivo (13). Dejando las redes y la barca, el discípulo deja cualquier forma de seguridad que le viene del ejercer un oficio. De este modo, el discípulo es un hombre expuesto al vendaval de un futuro lleno de incógnitas.

El acercamiento a Jesús, por otra parte, deja claro que el vacío creado por la separación de las cosas, de la profesión y de la familia, es llenado por la persona de Jesús. El discípulo lo deja todo para acercarse al que lo es todo: «—¿También vosotros queréis marcharos? —¿A dónde iremos? Sólo tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,67-68). Acercándose a Jesús, el discípulo descubre el gran tesoro y, «lleno de alegría por el hallazgo...» (Mt 13,44), lo vende todo con tal de conseguir el tesoro. La alegría del hallazgo hace que el tener que dejar o vender todo no sea una heroicidad, un sacrificio insólito o una privación extrema, sino que se vea y se viva como la consecuencia natural de haber encontrado al que puede llenar las aspiraciones más altas y la vida misma de una persona. Y en esta nueva situación queda más espacio para gustar el tesoro. El discípulo se sitúa en lo esencial, se zambulle en ello sin redes ni impedimentos que le entorpezcan, y la esperanza del pleno goce del tesoro no es ya una simple proyección hacia un más allá lejano o nebuloso, sino una hermosa realidad presente.

Dejándolo todo y acercándose a Jesús, el discípulo muestra con su propia vida que ante Jesús todos los demás valores palidecen. Ni las riquezas, ni las conquistas humanas, ni los éxitos terrenos son valores definitivos: sólo Dios-Jesús-el Reino basta.

Por otra parte, también el desprendimiento, la separación y la renuncia, como antes la negación a uno mismo, están en función de la libertad para la misión. El discípulo no puede dedicarse enteramente a la misión si no se siente plenamente libre de las riquezas o de cualquier otro vínculo o seguridad que no sea Cristo, pues éstas son absorbentes y tienden a acaparar el corazón de quien las posee (cf. Mt 6,24). La riqueza y todo lo que «ata» al hombre ofrece tal fascinación que llega a sofocar la palabra (cf. Mc 4,18-19). El discípulo, liberado de toda preocupación terrena, queda completamente liberado para dedicarse enteramente al servicio del Evangelio: «Los escoge –escribe el Crisóstomo– y los libra de toda preocupación terrena para interesarlos completamente a un único cuidado, el de la predicación» (14).

3. El seguimiento

A pesar de todo lo dicho, el acento no se pone en lo que se deja, sino en el seguir a Jesús (cf. Mc 1,18.20). La decidida respuesta de los primeros discípulos se expresa con el término técnico «seguir» (akoulouthin) que, en nuestro caso, indica la profunda dedicación a la persona de Jesús, la disponibilidad plena a sus opciones, una fidelidad leal a su guía en el contexto de la vida común con él. El ser discípulo no se mide por lo que uno deja, sino por lo que uno ha encontrado; no se mide por las cosas a las que uno ha de renunciar, sino por la cercanía y la «obediencia» incondicional al Maestro.

Ser discípulo es seguir a Jesús, formar parte de su compañía, establecer una profunda comunión vital con él. Si hay un término que caracteriza al discípulo no es ciertamente el de «aprender» sino el de «seguir». El discípulo de Jesús no acepta una doctrina, sino un proyecto de vida, la praxis de Jesús (15).

Precisamente por esto, la relación de cercanía con Jesús se mantiene sólo en la medida en que el discípulo permanezca en actitud de movimiento –modo de vida, proceder, conducta– subordinado al movimiento –modo de vida, proceder, conducta– de Jesús. De este modo, la relación de cercanía se expresa en la coincidencia del modo de vida, transformándose entonces en relación de semejanza: condición e ideal del «discípulo» (Lc 6,10) (16).

4. Dejarse hacer

El hombre es un ser en continuo crecimiento, en devenir. No somos hombres, nos hacemos hombres. La vocación en la Biblia no es una llamada estática, una vez por todas. Es una llamada de la vida, en la vida y para la vida. Es proyecto. Es proceso. Es una invitación dinámica, capaz de desarrollarse o de morir. Vocación es hacerse y, sobre todo, dejarse hacer.

En este proceso el actor principal no es el llamado, sino el que llama. Y si el objetivo último para el discípulo es el de configurarse totalmente con Cristo, llegando a tener sus mismos sentimientos (cf. Fil 2,5), entonces, quien sigue a Jesús no puede nunca considerarse discípulo ya hecho, terminado. El discípulo nunca termina de serlo, está siempre haciéndose, o mejor, está siempre dejando hacerse.

«Os haré pescadores de hombres» (Mc 1,17). «Os haré», por encontrarse en primera persona de singular, indica claramente que Jesús mismo será el maestro, el artífice (cf. Jn 13,13), puesto que sin Él no podemos hacer nada (cf. Jn 15,6). De este modo Jesús es la fuente, no sólo de la llamada, sino también de la respuesta-misión del discípulo. Por otra parte, el verbo está en futuro. Esto indica que vocación-llamada y misión no coinciden en el tiempo. Entre una y otra hay todo un trabajo de formación por parte de Jesús gracias al cual se van introduciendo, poco a poco, en el conocimiento de los misterios del Reino (cf. Lc 8,10) (17). A la luz de cuanto hemos dicho se comprende lo que dice Marcos cuando habla de la elección de los doce: «Los llamó para que estuvieran con él y mandarlos a predicar» (Mc 3,14). Estando con Jesús, el discípulo se hace, se forma.

IV. CONCLUSIÓN

De cuanto hemos dicho sobre la «sequela Christi» , el seguimiento de Cristo, podemos sacar algunas conclusiones –a tener en cuenta en el Cuidado Pastoral de las Vocaciones– sobre la vocación en general, sobre las exigencias del Cuidado Pastoral de las Vocaciones para la vida de quienes hacen la propuesta y el acompañamiento en vistas a un discernimiento vocacional, y sobre algunas exigencias para la vida de aquellos a quienes se hace la propuesta y a quienes se les ofrece un acompañamiento en vistas al seguimiento de Jesús.

1. El concepto de vocación

De los textos que hemos analizado y de los relatos de vocación que se encuentran en la Biblia, emergen algunas características de la vocación que no podemos olvidar en el Cuidado Pastoral de las Vocaciones. Entre otros rasgos se podrían señalar los siguientes:

1) La vocación no es una función, profesión o actividad circunstancial o episódica . La vocación es seguir a una persona, la persona de Jesús. La vocación es poner la persona de Jesús en el centro de una vida, con todo lo que ello comporta. Es, por tanto, un compromiso radical de vida que implica la totalidad de la persona: cuanto es, cuanto tiene y cuanto hace. La vocación se convierte, entonces, en orientación radical y global de una existencia. Por este motivo la primera y fundamental exigencia de la respuesta a la llamada es la conversión, el cambio profundo de la persona, que le lleva a asumir un estilo de vida que se sitúa en la línea del radicalismo evangélico.

2) La vocación es una llamada personalizada . Se sitúa siempre en el contexto histórico de la persona. Cuando el Señor llama, lo hace teniendo en cuenta lo que uno es en su realidad más profunda. El Señor llama a individuos concretos en los cuales se dan cita muchas historias: familia, cultura, educación y formación, situaciones, tradiciones, conflictos... Llamando por su nombre a cada uno (cf. Jn 10,13), el Señor asume esta unidad hecha de muchos niveles, que en su conjunto forman la realidad singular y misteriosa de cada uno. Esto lleva consigo el que cada uno de los llamados viva «reconciliado» con su propia historia y la asuma como «historia de salvación».

3) La vocación no es una imposición . La vocación es una propuesta. Hay siempre un elemento nítido de libertad humana en la respuesta a la vocación. Dios llama a la vida sin el consentimiento de la persona; pero cuando la llama a una vocación determinada lo hace pidiendo su asentimiento, pidiendo una respuesta consciente y libre a su llamada. Esto exige que se creen condiciones en las que el llamado pueda responder libremente a la llamada del Señor. El acompañamiento no puede nunca condicionar la libertad de la respuesta. El acompañante es sólo mediador entre dos libertades: la libertad de Dios que llama a quien quiere y la libertad del llamado que responde afirmativa o negativamente a la propuesta de Dios.

2. El Cuidado Pastoral de las Vocaciones y los Animadores del mismo

El Cuidado Pastoral de las Vocaciones interpela profundamente la vida de quienes hacen de mediadores entre la llamada del Señor y la respuesta del llamado. No es el momento de detenerme en las exigencias del Cuidado Pastoral de las Vocaciones para la vida de los Animadores. Quiero, simplemente, indicar tres aspectos que me parecen fundamentales:

1) Compartir el hallazgo . «Andrés encuentra a su hermano Simón y le dice: Hemos hallado al Mesías» (Jn 1,41). Más tarde Felipe comunicará su hallazgo a Natanael (cf. Jn 1,45), la samaritana a sus paisanos (cf. Jn 4,39), Felipe y Andrés a los griegos (cf. Jn 12,20- 22). Aunque la vocación es siempre un regalo de Dios a cada uno de los que llama, sin embargo este regalo suele llegar a través de mediaciones. Es el caso de Juan y Andrés. Estos siguen a Jesús porque Juan el Bautista lo presenta como «el Cordero de Dios» (Jn 1,36). Es el caso de Clara. Dios se sirve de Francisco para atraerla a la vida de radical pobreza y altísima contemplación (cf. TestCl 2). Es el caso de muchos de nosotros. Dios se ha servido de muchas mediaciones para acercarnos a Jesús.

Si la fe se refuerza comunicándola, la vocación se mantiene joven y se renueva en le medida en que se hace mediación de otras vocaciones. Quienes hemos tenido la gracia de encontrar a Jesús y de seguirle, estamos llamados a compartir con los otros este hallazgo y mediar para que los otros lo encuentren y le sigan: «Que ninguno, por nuestra culpa, ignore lo que debe saber para orientar la propia vida» (18).

Nuestra vocación es la de ser sal, luz, levadura, fermento (cf. Mt 5,13-16.33), expresiones todas ellas que denotan dinamicidad y fuerza. Así como no se enciende una luz para poderla debajo de la cama, sino sobre el candelero para que alumbre a todos los de la casa (cf. Mt 5,15), así el que recibe la gracia de la vocación no puede menos de hacer partícipes a los otros de ese tesoro escondido que ha encontrado y de la fortuna recobrada (cf. Lc 15,9). Una buena prueba para valorar nuestra consagración consiste en saber si es comunicativa: Fue al encuentro de su hermano y «lo condujo a Jesús» (Jn 1,41-42). La dimensión apostólica es esencial a la vocación.

2) Declarar abiertamente nuestro amor por Jesús . «Era como la hora décima...» (Jn 1,39). Si la vocación es una relación de amor entre Jesús y cada uno de los suyos, en un mundo como el nuestro donde nadie tiene reparo alguno en manifestar sus amores –limpios o menos–, los que hemos sido llamados a seguir a Cristo estamos llamados también a manifestar sin rubor nuestro amor apasionado por Jesús, haciendo memoria gozosa de la «hora» de nuestra llamada.

Nuestra vida tiene sentido desde el amor apasionado de Jesús por nosotros, que le lleva a mirarnos con cariño (cf. Mc 10,21), y desde una respuesta de amor apasionado hacia Él que nos lleva a gritar con Francisco: «El amor no es amado». Sólo cuando nos mueva el amor apasionado por Cristo podremos ser luz para los que viven en tinieblas. Sólo con esta condición podremos invitar a otros a compartir ese mismo amor.

3) Haber clarificado la propia opción vocacional . Seguir a Jesús es optar por una determinada forma de vida, o, si se prefiere, optar por la persona de Jesús. Pero la vida sólo se puede transmitir con la vida. Las palabras mueven, los ejemplos arrastran, se suele decir. Quien propone a un joven la posibilidad de optar por la forma de vida franciscana sólo está autorizado a hacerlo si él se siente –y no sólo jurídicamente, sino también afectiva y efectivamente– dentro de esa vida; sólo está autorizado a hacerlo quien sienta esa forma de vida como propia.

La única forma de pastoral vocacional verdaderamente evangélica y por lo tanto franciscana es la que parte del testimonio, la que en verdad puede decir: «Ven y verás». Todos los agentes del Cuidado Pastoral de las Vocaciones –todos los hermanos de una entidad y particularmente los Animadores– han de ser consecuentes con esta «regla de oro» de la Pastoral vocacional.

3. El Cuidado Pastoral de las Vocaciones y los llamados

El seguimiento de Jesucristo, como hemos visto, tiene una serie de exigencias que, aun cuando su realización sea progresiva, deben sin embargo ser presentadas claramente desde un principio a todo aquel que quiera iniciar ese camino. Entre estas exigencias que deben ser presentadas, pienso particularmente en las siguientes:

1) Discípulo no es el que «deja», sino el que «sigue» . En todos los relatos de vocación que encontramos en el Nuevo Testamento, el acento no se pone en el «dejar», sino en el «seguir». Ser discípulo es entrar en actitud de seguimiento-movimiento de tal forma que el modo de vida y el proceder del llamado esté subordinado al modo de vida y proceder del que llama. Ser discípulo es vincularse a Él. Por eso, el único móvil que debe impulsar al llamado a dar su asentimiento a la llamada debe ser la persona de Jesús y la «causa» de la que Él habla. «Seguir» no es irracional y ciego. Es abandono, es confianza, es obediencia. Por eso también la respuesta al seguimiento no es un momento de entusiasmo, sino compromiso obediente.

«Venid» y «veréis». Dos verbos. Uno invita a seguirle, otro a descubrirle. Uno en presente, el otro en futuro. El primero exige la inmediatez del compromiso; el otro, la paciencia de la búsqueda. El mundo dice: «Primero veo y después voy». Este puede ser un criterio prudente y razonable en las relaciones entre los hombres. El comportamiento de la fe –y por lo mismo del seguimiento– es totalmente diverso, opuesto. Caminar con Cristo significa vivir una experiencia con Él. No es posible tener esa experiencia sin ponerse en camino detrás de Él.

2) El seguimiento es un proceso . Ser discípulo es dejarse formar por aquel con el cual uno quiere configurarse. Este proceso se inicia cuando uno tiene conciencia de ser llamado, y termina con la visita de «la hermana muerte corporal». Esto exige que desde un principio uno acepte entrar en este camino de conversión-formación permanente y continua a fin de asimilar, progresivamente, los sentimientos de Cristo (cf. Fil 2,5; Vita consecrata 65). Exige, también, que a lo largo del camino uno esté dispuesto a purificar las motivaciones vocacionales, para reconducirlas incesantemente a Cristo el Señor. El único, el esencial en una vida (cf. Col 1,16-17). Exige, finalmente, que uno manifieste una voluntad firme de obediencia al «Señor y Maestro» (Jn 13,13). Porque un «seguimiento» sin compromiso de obediencia es, en realidad, opción sin Cristo.

3) El seguimiento de Jesucristo pide una vida radicalmente evangélica . Dicho radicalismo lleva consigo desprendimiento, separación y renuncia. En el Evangelio esto es condición y consecuencia para seguir a Jesús y tiende a situar al discípulo en lo esencial y a liberarlo de toda preocupación que no sea Jesús y su Reino. Esta exigencia no puede ser puesta en un segundo lugar a la hora de iniciar un acompañamiento en orden a una opción vocacional. Desde un principio hay que aprender a cultivar progresivamente un profundo sentido de separación de todo lo que no es Él. Hay que ser capaces de descubrir, progresivamente, el reclamo imperioso de la pobreza evangélica, para adherirse sólo al Señor. Uno no puede entregarse parcialmente. Jesús exige una entrega sin reservas.

* * *

La vocación y también la vida religiosa y franciscana expresan su dinamismo a partir de tres imperativos: ven-sígueme, permanece y vete. Llamados por el proprio nombre, para estar con Jesús y ponerse al servicio de los demás. Esto supone un camino largo de formación, un proceso en el cual Jesús es la «forma» y el «formador» a la vez. En este camino el Animador del Cuidado Pastoral de las Vocaciones es mediador. El objetivo último de su delicada misión es poner al candidato a caminar «tras las huellas de Cristo».

Notas:

1) La llamada a la «sequela», es decir, el seguimiento de Jesús, es lo que da unidad a todo el Evangelio de Marcos que termina con las palabras: «Él os precede en Galilea. Allá lo veréis, como os ha dicho» (Mc 16,7). En Galilea es donde precisamente Jesús llamó a los discípulos a que le siguieran (cf. Mc 1,17ss).

2) Cf. Thaddée Matura , Seguir a Jesús. De los consejos de perfección al radicalismo evangélico . Ed. Sal Terrae, Madrid 1983, 57-58.

3) La vida religiosa no puede, ciertamente, monopolizar el radicalismo evangélico. Pero es algo que la ha distinguido siempre, al menos en sus orígenes. Nada extraño, por tanto, que la vida religiosa en general y la franciscana en particular sientan la necesidad de referirse a él y de interpretar a su luz la propia vida.

4) Cabe señalar que la iniciativa de Jesús de llamar a los que él quiere contrasta con la praxis judía. En el judaísmo, en efecto, el discípulo escoge a su maestro. Los rabinos no llaman, son llamados.

5) Jesús «ve» como «ve» Yahvé en el A.T. Éste mira para intervenir, liberar, elegir y confiar una misión (cf. Ex 3,7-8; Gén 22,8; Os 9,10).

6) Aquí el verbo «ver» es sinónimo de «conocer». Es importante subrayar, en este contexto, como Jesús no «ve» simplemente a unos pescadores, sino a Simón y a Andrés, a Santiago y a Juan, que eran pescadores. Hay una relación profunda entre el yo de Jesús y el tú de los discípulos. Jesús al «ver» entra en una relación profunda con las personas, tiene en cuenta su historia.

7) La elección no se limita a un diálogo puramente interior entre el llamado y el que llama, sino que se traduce en signos-mediaciones.

8) Nuevas vocaciones para la nueva Europa, 33,a.

9) De nuevo el contraste de la praxis de Jesús con la del Antiguo Testamento es clara: cf. 1 Re 19,20.

10) Este aspecto es claramente subrayado por Lucas. El tercer Evangelista –el más «helenista» de los cuatro–, en su relato de la vocación de Mateo, pone la llamada de Jesús en el modo imperativo y en el tiempo de presente para indicar una acción duradera. Contestando a la llamada, Mateo «se puso a seguirle» (ékolouthe autói) . Aquí el verbo está en indicativo imperfecto. De ese modo se indica que el seguimiento será duradero.

11) Marcos, que parece reflejar la versión más antigua del relato, pone la petición en boca de los dos hermanos. Mateo, que escribe más tarde, cuando los apóstoles eran ya venerados como «columnas de la Iglesia» (cf. Gál 2,9), no osa poner la petición de sentarse uno a la derecha y otro a la izquierda del Señor en boca de los discípulos y por eso la pone en boca de la madre, como queriendo disculpar a los discípulos.

12) Este doble movimiento aparece claramente expresado en el verbo «apó-elthein» aquí utilizado por el evangelista.

13) En la tradición judía el padre garantizaba la protección jurídica y social, asegurando la pertenencia a un pueblo. Dejar al padre significa renunciar a todo eso y quedar expuesto a cualquier clase de agresión.

14) J. Crisóstomo , In Matheo, 32, PG 57, 382.

15) Éste es el significado profundo del verbo «seguir», particularmente en Juan (cf. 1,40.43; 10,4.27; 13,36-38; 21,19.22).

16) El contraste entre un seguimiento puramente material y el verdadero seguimiento aparece en Mc 9,33b-34: Los discípulos «en el camino», que es el mismo de Jesús y cuyo desenlace será la muerte (cf. Mc 9,31), discuten sobre quien será el más grande. Aunque acompañan a Jesús, en realidad los discípulos no le siguen.

17) Este trabajo de formación de los doce por parte de Jesús aparece claramente indicado en los Evangelios. Jesús no se conforma con la instrucción que los discípulos escuchan cuando se dirige a la multitud. A los discípulos Jesús les instruirá «a solas» (cf. Mc 4,10-20.34; 6,31; 9,2.28-29; 13,3; Mt 10,5-42; 17,19; 24,23; Lc 9,10; 10,23).

18) Pablo VI, Guardate a Cristo e alla Chiesa, Mensaje para la XV Jornada mundial de oración por las vocaciones (16/04/1978).