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La Justicia y la Paz en la Sagrada Escritura

 

Indice: I La justicia y la paz en clave bíblica
  II En el Antiguo Testamento
  III En el Nuevo Testamento
  IV Francisco, hombre bíblico
  V Para orar

"A todos los mártires de la justicia que ya habitan en la paz. Y a quienes seguís soñando y luchando por un mundo más justo y pacifico".


I La justicia y la paz en clave bíblica

La Sagrada Escritura es una gran biblioteca en la que se contiene la historia de la sal­vación desde sus orígenes hasta el “eschaton” decisivo. En ella aparecen personajes muy humanos no exentos de deficiencias, así como luchas constantes entre el bien y el mal. Pero desde siempre el ser humano tuvo un sentido muy fino de lo que le conviene de cara a Dios, delineando un claro sentimiento de justicia como regla del juego social y religioso, y de paz como estado deseado de armonía con todo lo creado y con Dios mismo. Por eso podemos comenzar afirmando que la justicia y la paz son dos valores expresamente ensalzados en las Escrituras Sagradas. Dios mismo se manifestó desde el primer momento como el Señor de la justicia (que no justiciero) y el amante de la paz, entendida como estado resultante de la fidelidad del ser humano a su proyecto de salva­ción.

Es conveniente también reseñar que la justicia y la paz, como conceptos bíblicos, tie­nen mucho que ver con la libertad y la liberación: “sólo el ser humano plenamente libe­rado de las fuerzas del pecado estará en disposición de ser justo y pacífico” (Fr. José R. Carballo).

La frecuencia con la que la Sagrada Escritura, tanto el Antiguo como el Nuevo Testa­mento, cita expresamente los términos “justicia” y “paz” nos ofrece una pista de la relevancia que ambas realidades han tenido en los textos sagrados en los que se ha obje­tivado la revelación divina, la historia de relaciones Dios-criatura humana. Así, el cam­po semántico relacionado con el vocablo `justicia” aparece citado unas 800 veces en el AT y unas 300 en el NT (más de mil conceptos que parecen indicar, sin dejar lugar a dudas, que la justicia es uno de los cimientos del plan salvífico de Dios). Por su parte, el campo semántico “paz” también ocupa un lugar de honor: en el AT hay unas 300 citas, mientras que en el NT hay cerca de un centenar.

El presente trabajo tan sólo trata de realizar un acercamiento a la realidad de la justicia y la paz desde la perspectiva de la Sagrada Escritura, para poder afirmar que ambas realidades complementarias están en la base de la fe cristiana, y que por tanto el compromiso cristiano pasa por la asunción de ambas como actitudes básicas de la persona creyente. A continuación reflexionaremos sobre estas cuestiones distinguiendo, a efectos pedagógicos, entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, para concluir con un salmo que invita a integrar todo el contenido en clave orante.


II En el Antiguo Testamento

El Antiguo Testamento es la historia de la salvación narrada, desde sus orígenes, por autores inspirados que supieron leer e interpretar los acontecimientos sociales que les tocó vivir desde la óptica del Dios "de los padres". Desde el primer instante la Sagrada Escritura ensalza el valor justicia ( "sedaqa" ) como uno de los rasgos característicos del Dios Yahvé, un Dios amante que trata de buscar a toda costa la relación pacífica y paci­ficada con sus criaturas. La justicia divina es la acción salvadora de Dios que justifica al ser humano en la medida en que le presta su asentimiento de fe: "He aquí que sucumbe quien no tiene el alma recta, más el justo por su fidelidad vivirá" (Hab 2, 4).

El libro del Éxodo narra en buena medida la odisea del pueblo de la Alianza en tierras egipcias, en donde hubieron de probar no sólo la ignominia del destierro sino también la opresión y la esclavitud. Moisés, hombre iluminado y movido por un profundo sentido de la justicia, guía a su pueblo hacia la tierra de promisión enviado, acompañado, por un Dios que se manifiesta justo ante su pueblo, una justicia que tiene mucho que ver con la misericordia y la clemencia, porque es un Dios propenso al perdón y a la reconciliación; a la paz. Un Dios que pide insistentemente a los suyos que sean justos, que actúen en honor a la verdad: "No tuerzas el derecho del pobre en su pleito. Aléjate de causas mentirosas, no quites la vida al inocente y justo; y no absuelvas al malvado" (Ex 34, 5-7). La jus­ticia es un mandamiento de la Ley de Dios, una regla básica de convivencia para el na­ciente pueblo de Israel que habría de constituirse en base al respeto a la persona huma­na.

El libro del Levítico nos ofrece un listado de vicios que hay que erradicar de la convi­vencia puesto que atentan contra la justicia y contra el Dios de la misericordia. Se trata de un catálogo de pecados que hay que evitar en cuanto que amenazan el bien del ser humano: "No hurtaréis; no mentiréis ni os defraudaréis unos a otros. No juraréis en falso por mi nombre: pro­fanarías el nombre de tu Dios. No oprimirás a tu prójimo, ni lo despojarás. No retendrás el salario del jornalero hasta el día siguiente. No maldecirás a un mudo, ni pondrás tropiezo ante un ciego, sino que temerás a tu Dios. Siendo juez no hagas injusticia, ni por favor del pobre, ni por respeto al grande: con justicia juzgarás a tu prójimo. No andes difamando entre los tuyos; no demandes contra la vida de tu prójimo. No odies en tu corazón a tu hermano, pero corrige a tu prójimo, para que no te cargues con pecado por su causa. No te vengarás ni guardarás rencor contra los hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Lv 19, 11-18). Y he aquí que se formula el principio de la justicia divina que tendrá su máxima expresión en Jesús de Nazaret: la justicia es una cuestión de amor al prójimo, es pues una justicia que va más allá del derecho y de un código moral. Se intuía así, de modo incipiente, lo que luego los tiempos acabarían por confirmar en la persona del Mesías esperado desde tiempo inmemorial.

El libro del Deuteronomio, por su parte, perfila la estructura social y moral de la nue­va sociedad hebrea en base a la justicia y a la compasión hacia los más desfavorecidos. Surge así un concepto de justicia compasiva como efluvio de la fe en Yahvé, quien a su vez es justo y compasivo: "Si hay junto a ti algún pobre de entre tus hermanos, en alguna de las ciudades de tu tierra que Yahvé tu Dios te da, no endurecerás tu corazón ni cerrarás tu mano a tu hermano pobre, sino que le abrirás tu mano y le prestarás lo que necesite para remediar su indigencia. Cuida de no abrigar en tu corazón estos perversos pensamientos: «Ya pronto llega el año séptimo, el año de la remisión», para mirar con malos ojos a tu hermano pobre y no darle nada; él apelaría a Yahvé contra ti y te cargarías con un pecado. Cuando le des algo, se lo has de dar de buena gana, que por esta acción te bendecirá Yahvé, tu Dios, en todas tus obras y en todas tus empresas. Pues no faltarán pobres en esta tierra; por eso te doy yo este mandamiento: debes abrir tu mano a tu hermano, a aquel de los tuyos que es indigente y pobre en tu tierra" (Dt 15, 7-10).

La nueva organización del pueblo elegido incluso contaba, por inspiración divina, con su propio sistema judicial. Era ésta una forma de dar cuerpo a la necesidad sentida en el seno del pueblo de la Alianza de sancionar todas aquellas conductas contrarias a la vo­luntad divina: "Establecerás jueces y escribas para tus tribus en cada una de las ciudades que Yahvé te da; ellos juzgarán al pueblo con juicios justos. No torcerás el derecho, no harás acepción de personas, no acepta­rás soborno, porque el soborno cierra los ojos de los sabios y corrompe las palabras de los justos. Justi­cia, sólo justicia has de buscar, para que vivas y poseas la tierra que Yahvé tu Dios te da" (Dt 16, 18­-20). Quien obre en contra de los demás será condenado por sus propios ac­tos, porque la injusticia se acaba volviendo en contra del injusto que obra con iniquidad: "Maldito quien tuerza el derecho del forastero, el huérfano o la viuda” (Dt 27, 19).

El libro de Job aborda el tema de la justicia y la retribución poniendo en entredicho la teoría clásica según la cual cada persona tiene lo que se merece. Job es el hombre justo que sufre las consecuencias de algo que él, humildemente, no tiene conciencia de haber hecho, aunque esto le lleve a encararse incluso con Dios. Pero finalmente la justicia del justo vence a la cruz de la incomprensión y el sufrimiento. Job es el modelo del hombre cohe­rente que, pese a todo, sigue confiando en la justicia: "Pues yo libraba al pobre que clamaba, y al huérfano que no tenía valedor. La bendición del moribun­do subía hacia mí, el corazón de la viuda yo alegraba. Me había puesto la justicia, y ella me revestía, como manto y turbante, mi derecho. Era yo los ojos del ciego y del cojo los pies. Era el padre de los pobres, la causa del desconocido examinaba. Quebraba los colmillos del inicuo, de entre sus dientes arrancaba su presa" (Job 29, 12-17).

Los profetas eran hombres de Dios, mediadores entre el Creador y sus criaturas, la voz de la conciencia de las sociedades, que vivieron su misión desde un profundo compro­miso con sus tiempos, luchando siempre, en nombre de Dios, para neutralizar el poder demoledor del pecado personal y social. Una temática recurrente en los libros "proféti­cos " de la Sagrada Escritura es la de la justicia social como motor de cambio de las re­laciones entre Dios y los seres humanos. Los profetas hicieron suya la voz de los po­bres, de los frágiles, de los desvalidos. Por eso mismo podemos afirmar que ellos son los heraldos de la justicia divina, los divulgadores de un mensaje de paz que se cimienta en el restablecimiento de unas relaciones sociales justas.

Jeremías es uno de los máximos exponentes de esta tendencia que incluso ha dado lugar a un género literario. Para este profeta sacrificado por la causa humana Yahvé es un Dios de justicia que tiene entrañas de misericordia: "Así dice Yahvé: No se alabe el sabio por su sabiduría, ni se alabe el valiente por su valentía, ni se alabe el rico por su riqueza; mas en esto se alabe quien se alabare: en tener seso y conocerme, por que yo soy Yahvé, que hago merced, derecho y justicia sobre la tierra, porque en eso me complazco" (Jr 9, 22-23). A veces las intervenciones del profeta en nombre de Dios eran contundentes, la opción por la justicia supone romper con los poderosos, no transigir con la opresión (cfr. Jr 22, 15-16). Pero la esperanza triunfará en la tierra de las injus­ticias. Vendrá un Justo en nombre de Dios que restaurará el orden de la justicia, la mise­ricordia y la paz: "Mirad que días vienen - oráculo de Yahvé - en que suscitaré a David un germen justo: reinará un rey prudente, practicará el derecho y la justicia en la tierra. En sus días estará a salvo Judá, e Israel vivirá en seguro. Y este es el nombre con que te llamarán: «Yahvé, justicia nuestra»" (Jr 23, 5-6).

El libro de Isaías (los al menos "tres Isaías") constata la lucha del profeta entregado a una causa contra viento y marea. La justicia de Dios quema por dentro las entrañas del hombre que lucha por purgar los males de su sociedad para que sus contemporáneos vuelvan su corazón hacia el autor de la vida. La conversión tiene mucho que ver con los demás, con la justicia y la atención a los más débiles. Isaías es voz de la ira de Yahvé cuando comprueba todas las maldades que hacen pre­sa de los corazones humanos (cfr. Is 5, 23; 10,2; 29, 21; 30, 18). Pero aún así siempre queda un espacio para la esperan­za: justicia y paz serán el signo divino del orden cósmico de los seres humanos consigo mismos y con Dios (cfr. Is 58, 1-10). Una justicia y una paz que tienen que ver con la venida del Justo, del enviado, a quien los evangelios identificaron luego con Jesús de Nazaret, aquel que vino a sellar la paz con Dios a través de la justicia misericordiosa del Padre (cfr. Is 42, 1-7).

Oseas, en su personal y social lucha fidelidad-infidelidad, capta con nitidez la imagen de un Dios que tiene tanto que ver con la justicia como con el amor: "Y tú volverás, gracias a tu Dios: observa amor y derecho, y espera en tu Dios siempre" (Cfr. Os 12, 6). La justicia es también una virtud teologal, una cuestión de fe. El justo permanece en Dios, y lo hará sabiéndose hijo de la esperanza.

Amós, por su parte, patentiza la situación de opresión y abuso de los más débiles co­mo actitudes que Yahvé aborrece hasta el extremo. La realidad histórica del pueblo ele­gido es una etapa más de la historia de la salvación. Lo hecho en contra de una criatura humana es ofensa a Dios porque un padre no puede permanecer inmutable cuando un hijo es atacado en su propia dignidad: "Pues yo sé que son muchas vuestras rebeldías y graves vuestros pecados, opresores del justo, que aceptáis soborno y atropelláis a los pobres en la Puerta. Por eso el hombre sensato calla en esta hora, que es hora de infortunio. Buscad el bien, no el mal, para que viváis, y que así sea con vosotros Yahvé Sebaot, tal como decís" (Am 5, 12-14).

Malaquías, por su parte, certifica que al final el juicio de Dios se hará presente entre las naciones para poner al justo en su lugar y decidir la suerte del opresor. La dimensión escatológica también se confabula a favor de la justicia y la paz. Será la última palabra, la sentencia condenatoria contra la injusticia, como fruto del pecado, en sus múltiples manifestaciones. Dios mismo interviene juzgando rectamente y serán los justos los que otorguen la sal­vación a los inicuos, porque en realidad será un juicio de misericordia.

La justicia se opone a la maldad que es contraria a todo bien. La experiencia sapien­cial hebrea dejó transmitida para la posteridad su enseñanza: "Alegría para el justo es el cumplimiento de la justicia, pero horror para los que hacen el mal" (Prov 21, 15). Concepto que ensalza como sabio al que practica la justicia. Los judíos de entonces, y nuestros contemporáneos, todavía saludan con la palabra hebrea shalom que significa literalmente "paz". Y es que la paz originaria del paraíso, tal y como la describe el libro del Génesis, sigue siendo el estado de cosas deseable, aunque la historia pasada y reciente, también la historia de la salvación, sea una cons­tante lucha entre el bien y el mal que destruye todo lo bueno que Dios hizo al crearnos. La paz en realidad es más que la no-guerra (aunque el Israel de Dios tuvo mucho que ver con acontecimientos belicosos). Una paz que sólo se construye sobre la base de la justicia tal y como queda ya dicho.

Así pues, parece quedar claro que el Dios Yahvé del AT es un Dios de justicia más que justiciero, aunque a veces el fervor nacionalista de un pueblo parezca indicar lo contrario. Nunca es baldío el esfuerzo por purificar la imagen, o imágenes, que baraja­mos de un Dios que se deja cazar por nuestro raciocinio y nuestra sensibilidad. En este mismo sentido el AT es el mejor campo de abono sobre el que hacer germinar el NT, un prólogo necesario que preparó la llegada de una nueva era, un nuevo modo de entender la vida y las relaciones humanas. Jesucristo será la última palabra en este proceso de continua revelación, la palabra decisiva a través de la cual Dios se hace oír de un modo definitivo. Por eso ahora pasamos a analizar sumariamente los conceptos “paz y justi­cia" desde la óptica de los autores sagrados del Nuevo Testamento. Y cabe comenzar afirmando que las plumas de estos autores inspirados reconocerán sin lugar a dudas que la justicia y la paz son cimientos del nuevo Reino que inauguró Jesucristo, el Hijo de Dios, quien con su propia vida nos legó el tesoro del amor al prójimo como regla y me­dida de todo progreso.


III En el Nuevo Testamento

El Nuevo Testamento supone un giro copernicano en la concepción de la justicia y la paz, que pasaron de ser unos conceptos basados en la historia de una comunidad huma­na ( "Qahal Yahvé" ) a adquirir una dimensión universal, más allá de los límites geográ­ficos e ideológicos de una cultura religiosa, alcanzando los confines de la tierra.

El Cristianismo, es decir, la vivencia profunda de la fe al estilo de Jesús de Nazaret, encierra en sí una dimensión social obvia que reflejan sin reticencias los textos del NT, los cuales, en buena medida, son un compendio de fe y vida. La vida según Cristo no es un mero ordenamiento ideológico o de prácticas litúrgicas sino un medio de salvación a través de la opción por la transformación de las realidades terrenas para conformarlas según el plan de Dios. Pablo de Tarso se encargará de alentar la vivencia de las primeras comunidades recordándoles constantemente la necesidad de articular un nuevo orden de cosas en las relaciones entre hermanos en la fe y para con los paganos.

El Nuevo Testamento lleva el nombre de una persona: Jesús de Nazaret, en quien tu­vieron cumplimiento las Escrituras. Jesús es el Justo, el Siervo sufriente del que hablaba Isaías, que vino a certificar la alianza de Dios con el género humano: "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor. Enrollando el volumen lo devolvió al ministro, y se sentó. En la sinagoga todos los ojos estaban fijos en él. Comenzó, pues, a decirles: «Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy»" (Lc 4, 18-21).

Jesús encarnó la experiencia de la justicia como la expresión viva del amor a los de­más. Desde esta dimensión oblativa se puede comprender su misión, sus palabras, sus obras, tendentes siempre a la paz, una paz que no se confabulaba con los poderes de este mundo: "os digo que, si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos" (Mt 5, 20).

El rostro del Dios de Jesús se revela como el de un Padre que tiene muchas cualidades de madre. El concepto cristiano de justicia tiene que ver con la bondad del corazón y con la misericordia más que con la condena. Estamos ante el quid de la cuestión. El Dios del Nuevo Testamento es, antes que nada, un Padre misericordioso deseoso de comprobar que sus criaturas, sus hijos, somos felices. Se trata de un nuevo concepto de justicia que no admite parangón. Dios es justo amando y juzga según su misericordia, lo cual viene a romper una larga tradición (aún viva en algunos cristianos) basada en lo implacable del juicio divino. El Dios justiciero con base en el AT nada tiene que ver con este otro Dios clemente de Jesús, aún cuando algunos engranajes pseudo-religiosos tra­tan de hacer comulgar con esta imagen de Dios como un método, uno más, para el con­trol de las conciencias humanas.

Las parábolas son historias que Jesús narraba a sus oyentes y que se basaban en ideas y conceptos insertos en la cultura local que podían así ser fácilmente comprendidos. Era un modo de adaptarse a sus capacidades de entendimiento evocando imágenes por todos conocidas. También la justicia y la paz fueron temas desarrollados por el Señor en sus parábolas. A través de ellas la enseñanza de Jesús se hacía asequible a todas las perso­nas, porque la Palabra de Dios es un derecho humano, y una "buena noticia" para los más pobres (cfr. Mt 18, 23-35). La misericordia es la sentencia de Dios pero exige acogida por parte de la libertad humana. Existe una reciprocidad indudable: si quieres justicia sé justo en todo cuanto hagas.

El Reino de Dios es un reino de justicia y paz que comienza por poner al descubierto lo que se esconde en los corazones humanos. La justicia divina es gratuita, generosa, benévola con los más necesitados, y contundente con los poderosos que asientan su sta­tus en la opresión de los demás (cfr. Mt 20, 1-16). La justicia divina rompe con nuestras expectativas, ya que tiene mucho que ver con la bondad, la de un Dios que ve más allá de las apariencias.

Incluso la religión, la comunión con Dios, tiene que ver con los demás. El culto del Nuevo Testamento no desconoce las normas básicas de una convivencia en paz en base a la justicia, la misericordia y la fe. Serían precisamente los fariseos y los escribas, los santos y los expertos en la ley que se tenían por justos entre los justos, quienes más exaltan el espíritu profético de denun­cia del rabí Jesús de Nazaret. Ellos son, con su vida, el testimonio del anti-reino en la medida en que desprecian y se aprovechan de los demás, refugiándose bajo un manto de hipocresía y vanidad no siempre explícito, pero casi siempre latente. Jesús bebió de la tradición judía desde la que se comprenden sus acciones. Al final de los tiempos habrá un juicio solemne en el que Dios mismo, el verdadero Justo, enjuicia­rá a los seres humanos, siendo el criterio de discernimiento, la regla a aplicar, el amor al prójimo, la caridad como expresión máxima de justicia hacia los más necesitados (cfr. Mt 25, 31-46).

El texto de Mateo, uno de los más trascendentales en la vida de muchos cristianos que han hecho una opción radical por los más necesitados, se refiere al juicio final desde una perspectiva actual y no solamente escatológica, carente de toda referencia a la realidad secular. La justicia en el trato con nuestros semejantes es el criterio del juicio divino. Una justicia entendida como una actitud vital basada en el compromiso para con los menos beneficiados de las sociedades humanas. Los sedientos, hambrientos, enfermos, encarcelados y en definitiva todos los que viven su existencia personal sufriendo la desigualdad, privados de sus derechos básicos, son la viva presencia de Jesús. La misericordia, entendida como un modo de subvertir la situa­ción de injusticia, es el criterio que decanta la balanza divina.

El rostro de Dios se manifiesta de modo tajante en la parábola del hijo pródigo, que más bien podría ser nominada como la del padre misericordioso. La justicia de Dios no sabe de apariencias sino de corazones. Su juicio es el de un padre con respecto a sus hijos, de ahí que no sorprenda el resultado del juicio: la misericordia (cfr. Lc 15, 11-32).

Jesús tenía presente la necesidad de la conversión entendida no sólo como un actitud íntima sino como una transformación social que establece un nuevo orden de cosas más justo y fraterno que es el motor de la paz: "La gente le preguntaba: «Pues ¿qué debemos hacer?» Y él les respondía: «El que tenga dos túnicas, que las reparta con el que no tiene;. el que tenga para comer, que haga lo mismo.» Vinieron también publicanos a bautizarse, y le dieron: «Maestro, ¿qué debemos hacer?» El les dio: «No exijáis más de lo que os está fijado.» Le preguntaron también unos soldados: «Y nosotros ¿qué debemos hacer?» El les dijo: «No hagáis extorsión a nadie, no hagáis denuncias falsas, y contentaos con vuestra paga" (Lc 3, 10-14). Los pequeños gestos de justicia conducentes a la paz personal y social son los que determinan la conversión verdadera y el segui­miento del Señor.

Justicia y amor son más fuertes que las tradiciones. El pueblo judío vivía esclavizado por una serie de prácticas que habían perdido su sentido precisamente porque habían perdido toda referencia con la vida. Se estaba dando una especie de doble moral tenden­te a cumplir escrupulosamente los ritos y tradiciones sin ser luego justos en las relacio­nes humanas: "¡Ay de vosotros, los fariseos, que pagáis el diezmo de la menta, de la ruda y de toda hortaliza, y dejáis a un lado la justicia y el amor a Dios!" (Lc 11,-42).

Dios es una buena noticia para los pobres, que son quienes más necesitados están de justicia. La fe cristiana conlleva confiar en que Dios hará justicia a "sus elegidos" que claman sufriendo toda clase de injusticias. Basta con confiar, Dios siempre llega a tiem­po y su juicio será veraz (cfr. Lc 18, 7-8). La tradición lucana pone en boca de la Virgen María palabras que suenan a grito de liberación (cfr. Lc 1, 46-55) ante la acción de quien, en labios de su prima Isabel, nos ha de guiar por el camino de la paz (cfr Lc 1, 68-79).

La experiencia de la Pascua de Jesús fue decisiva para sus primeros discípulos y dis­cípulas. A la luz de la Pascua todo se contempla de un modo nuevo: desde la paz alcan­zada por el Justo que se entregó por todos. Los relatos evangélicos concuerdan en poner en boca del Resucitado la expresión "paz", que bien podría ser tenida como el saludo pascual. En Cristo venció la paz y los labios del Resucitado lo proclaman sin cesar. En el Jesús de la Pascua se hace palpable la verdadera justicia divina; el "Justo" fue rehabilitado por Dios Padre haciéndole regresar victorioso de la muerte, que es enemiga de la justicia: "Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: «La paz con vosotros». Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús les dijo otra vez: La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío" (Jn 20, 19-21).

Las primeras comunidades cristianas, después de la experiencia pascual, conviven en base a las enseñanzas del Maestro. Se había instaurado un nuevo modo de entender la vida en sociedad basado en la caridad y en la preocupación por el bien de los demás. Es posible que la realidad del día a día no estuviese exenta de injusticias, pero el camino había quedado trazado. Los hijos del bautismo son un nuevo pueblo de la Alianza fun­damentado en la fe y en el amor al prójimo (cfr. Hch 4, 32-35).

San Pablo es el primer gran teólogo cristiano. Fue él quien logró sistematizar el con­tenido esencial de la fe. Por eso, por pura fidelidad a su Maestro, no podemos dejar de lado sus enseñanzas y su concepto de la justicia. La fe justifica al ser humano ante Dios, una fe que más allá de ser un escapismo espiritualista desencarnado ha de ser un compromi­so sólido con los tiempos y las circunstancias sociales: "Pero ahora, independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado, atestiguada por la ley y los profetas, justicia de Dios” (Rom 3, 21-23).

También Pablo alienta la caridad entre las comunidades vinculándola a la justicia y la paz. La compasión y el amor al prójimo son pautas de conducta para un pueblo justo que aguar­da a su Señor: "Tened un mismo sentir los unos para con los otros; sin complaceros en la altivez; atraídos más bien por lo humilde; no os complazcáis en vuestra propia sabiduría. Sin devolver a nadie mal por mal; procu­rando el bien ante todos los hombres: en lo posible, y en cuanto de vosotros dependa, en paz con todos los hombres; no tomando la justicia por cuenta vuestra” (Rom 12, 16-18).

El Reino de Dios no es simplemente escatológico sino una realidad de aquí y ahora, un ensayo real que pre-anuncia lo que nos aguarda en la gloria: "Que el Reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo. Toda vez que quien así sirve a Cristo, se hace grato a Dios y aprobado por los hombres. Procuremos, por tanto, lo que fomente la paz y la mutua edificación " (Rom 14,17-19).

Procurar la justicia es cimentar bien la paz y el progreso del pueblo y de las personas, así lo dejó escrito el autor de la Carta de Santiago: "¿Hay entre vosotros quien tenga sabiduría o experiencia? Que muestre por su buena conducta las obras hechas con la dulzura de la sabiduría. Pero si tenéis en vuestro corazón amarga envidia y espíritu de contienda, no os jactéis ni mintáis contra la verdad. Tal sabiduría no desciende de lo alto, sino que es terrena, natural, demoníaca. Pues donde existen envidias y espíritu de contienda, allí hay desconcierto y toda clase de maldad. En cambio la sabiduría que viene de lo alto es, en primer lugar, pura, además pacífica, complaciente, dócil, llena de compasión y buenos frutos, imparcial, sin hipocresía. Frutos de justicia se siembran en la paz para los que procuran la paz" (Sant 3, 13-18).

Jesucristo es el rostro de la misericordia y de la justicia como caminos rectos hacia la paz de quien está a bien consigo mismo, con los demás y con Dios. El NT supone el triunfo del amor al prójimo como expresión suma de la justicia de Dios y como senda segura para hacer ya presente el Reino de Jesús. La noción cristiana de justicia impone un estilo radical de vida que no congenia con los poderes opresores del ser humano. Toda situación de injusticia es un reclamo para la fe de los cristianos que seguimos cre­yendo en la utopía del Reino que cada vez está más cerca, es más, que ya está aquí, ope­rativo en todas aquellas personas de buena voluntad, mujeres y hombres bienaventura­dos porque son pacíficos. Jesús y su justicia lo hicieron posible, de ahí que quien se pre­cie de ser cristiano haya de seguir el ejemplo del Maestro, cuya vida no se entiende si no es desde la clave de la verdad que favorece la justicia y desemboca en la paz. Jesús si­gue siendo el modelo: "Él es nuestra Paz" (cfr. Ef 2, 14).


IV Francisco, hombre bíblico

Francisco de Asís fue un hombre comprometido con su tiempo y sociedad, en la los que vivió en su propia vida la centralidad de Dios, un Dios a quien percibía como misericordia en sí mismo, en los demás, y en todo lo creado. Pero la Sagrada Escritura fue también para el “poverello” un estímulo constante para el encuentro íntimo con Dios. Francisco buscaba y encontraba en la Sagrada Escritura un alimento sólido para su espiritualidad, la cual sustentaba su acción evangelizadora, predicando por los caminos la paz desde una opción clara y decidida por ser un “menor”, formando así parte de los desheredados, de los marginados, de los que no contaban. Su propia vida de compromiso en el cuidado de los leprosos y viviendo entre los más pobres le confieren un alto grado de credibilidad. En Francisco contemplamos al hombre profundamente creyente que decide que su vida contribuya al advenimiento de un nuevo modo de comprender las relaciones humanas basado en el amor a todas las criaturas, un amor que produce un nuevo estado de armonía y de paz: “la paz que anunciáis con palabras tenedla de un modo más excelente en vuestro corazón” (cfr. L.3 Comp. 58).

La Orden de Frailes Menores ha asumido en los últimos años, como parte integrante de su identidad, la opción clara por la Justicia y la Paz. No en vano las propias Constituciones Generales establecen: “Los hermanos, seguidores de San Francisco, están obligados a llevar una vida radicalmente evangélica, es decir, en espíritu de oración y devoción, y en comunión fraterna; a dar testimonio de penitencia y minoridad; y, abrazando en la caridad a todos los hombres, a anunciar el Evangelio al mundo entero, a predicar con las obras la reconciliación, la paz y la justicia, y a mostrar un sentido de respecto hacia la creación” (CCGG 1 § 2).

Asimismo, los Estatutos Generales organizan este servicio a nivel tanto de Orden como de otras Entidades de la Orden, como parte intregrante de la estructura de la misma (cfr. Arts. 39-42). Es esta una constación nítida de que lo referido a la Justicia, la Paz y la integridad de la creación forman parte del carisma franciscano, siguiendo así la estela dejada por Francisco, hombre profundamente evangélico que emprendió la tarea de reconstruir la esencia de la bondad humana en armonía con los seres humanos y con la cración entera.


V Para orar

El salmo 72 es la constatación de que la justicia de Dios se hace himno para orar en las celebraciones. La paz y la justicia forman parte integrante de la experiencia mística que se enraíza en la experiencia de la vida cotidiana:

"Oh Dios, enjuicia al rey,
que con justicia gobierne a tu pueblo
y con equidad a tus humildes.

Traigan los montes paz al pueblo y justicia los collados.
El hará justicia a los humildes del pueblo,
salvará a los hijos de los pobres....

  En sus días florecerá la justicia...
dominará de mar a mar,
desde el río hasta los confines de la tierra...

Él librará al pobre suplicante,
al desdichado y al que nadie ampara;
se apiadará del débil y del pobre,
salvará el alma de los pobres ".